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La batalla de San Francisco

Extracto de la novela "El Viaje de Prado" de Guillermo Throndike

El miércoles 19 de noviembre principia temprano en esta pampa. Nada más dejaron pasar lo más negro de la noche. Tan pronto apareció la menuda esencia de la luz y fue posible separar sombras y reconocer lo sólido de la ancha boca de esos cráteres, el ejército reanudó su caminata. 

Cerca de la estación de Dolores se alzan los cerros de San Francisco Norte y Sur, que forman dos pequeñas mesetas, una de doscientos por ciento ochenta metros y la otra de mil por doscientos. Rodeados de pozos de agua, se separan del cerro Tres Clavos por una angosta desértica garganta que llaman La Encañada, y del cerro Bartolo por la línea férrea a Pisagua y un terreno ya escarbado por empresas salitreras. En lo alto de esta fortaleza natural esperaba el ejército chileno, dominando además la ruta de Tiviliche por donde debió llegar y no llega don Hilarión.

En la Encañada, ocultos al largavistas de Buendía, acampan 500 jinetes de los regimientos de Cazadores y Granaderos. A doscientos escarpados metros por sobre la pampa de salitre, en San Francisco Sur hay diez Krupp de montaña y cuatro de campaña, además de dos ametralladoras apoyadas por el 4° de Línea y los batallones Coquimbo y Atacama, cuyos “padrecitos”, como los llamaban en Chile por sus levitas negras, reciben hasta ahora las más difíciles misiones del alto mando enemigo. Arriba de San Francisco Norte se atrincheran el Buin, los Navales, y el batallón Valparaíso con doce cañones Krupp de tiro rápido y largo alcance. Entre la estación de Dolores y el cerro Bartolo hay más artillería y el 3° de Línea.

- Cuatro cañones más en Tres Clavos –informa Belisario Suárez.

Buendía no hizo mucho caso. ¿Dónde está don Hilarión?

Seis mil quinientos chilenos con 34 buenos cañones y tres ametralladoras al frente. Dejado en retaguardia, el coronel Cáceres se pregunta qué esperan para atacar. Por telégrafo han de estar pidiendo rápidos refuerzos a Hospicio y Pisagua. Pronto llegarán más enemigos en tren. De este lado hay cuatro mil peruanos y tres mil bolivianos con dieciocho cañones.

¿Dónde mierda está don Hilarión?

Tan pronto dominaron las lomas de Chinquiquiray, los aliados formaron en orden de batalla. Al extremo del ala derecha quedó el batallón de los Cabitos junto al Puno N°6. Después avanzó la División Exploradora del General Bustamante. Casi al centro quedó la Primera División boliviana de Villegas con los batallones Paucarpata, Dalence, Illimani y Olañeta. El jefe del Ejército del Sur eligió la vanguardia de esta fuerza para avanzar hacia Dolores flanqueando San Francisco. El ala izquierda quedó integrada por la pequeña Primera División peruana, apoyada por la División Villamil. En calidad de refuerzo quedó la División Bolognesi, con el Ayacucho N°2 y los Guardias de Arequipa. Por toda reserva se tenía a la Segunda División del Coronel Cáceres con el Zepita y el Dos de Mayo. Se colocó a la caballería en la estación salitrera del Porvenir, frente a San Francisco Sur, lo mismo que los dieciocho cañones personalmente dirigidos por el jefe de artillería coronel Castañón. ¿Qué espera Buendía para atacar?

¿Dónde está don Hilarión?

Las cornetas tocaron fajina. A mitad de pampa, tan pronto ocuparon la aguada del Porvenir, esas tropas que avanzan listas para el asalto, recibieron orden de detenerse y formar pabellones.

- ¿Pabellones? ¿Extender las mantas? ¿A tiro del enemigo?

¿Dónde está don Hilarión?

El indiscreto capitán Prada clavó espuelas en los ijares sanguinolentos de la bestia que lo trae de Tana. Un largo rodeo lo aleja del enemigo. Al galope pasó por detrás de la División de Cáceres en busca del General Buendía que reconoce posiciones adversarias con Villegas y Belisario Suárez. ¡Al fin! ¡Noticias de don Hilarión! Mojado en sudor el capitán saluda al jefe del Ejército del Sur, vengo de Tana, señor, su Excelencia, el Capitán General Hilarión Daza regresó a Arica con todo su ejército, señor, no vienen refuerzos aliados, mi General, estamos solos.

- ¡Capitán Prada! –rugió Suárez.

- ¿Diga usted, mi coronel?

El jefe de Estado Mayor General se le detuvo a medio paso.

- ¡Es confidencial, maldito cojudo!

Prada enmudeció pero ya vuela la noticia por los batallones. ¡Huyó don Hilarión! ¡El general Daza dio vuelta en Camarones! ¡Los bolivianos a Bolivia!

Capitanes y coroneles aliados se separan de sus tropas para confirmar la fuga de Daza ante el propio General Buendía. Un confuso vocerío crece por la pampa mientras en lo alto de San Francisco el enemigo observa cómo se rompen las divisiones de la Alianza. ¡A Bolivia! ¡A Oruro! Hambrientos y sedientos bolivianos arrojan el rifle. ¡Don Hilarión se fue! ¡Todo ha terminado! El propio Suárez va hasta esos batallones en desorden, escuchen bien carajo, es una falsa noticia propagada por el enemigo. Don Hilarión se acerca con cuatro mil soldados, treinta cañones y seis ametralladoras, obedezcan a sus jefes o don Hilarión los hará fusilar. Nadie ha roto la Alianza. No se dejen engañar. ¡Vuelvan a sus puestos!

Lentamente los bolivianos se reagrupaban. Ahora miran el desierto con ansiedad; ni una pizca de polvo anuncia la llegada de Su Excelencia.

Se observan los ejércitos como si nunca se hubieran buscado en Tarapacá. En lo alto de San Francisco, los chilenos esperan refuerzos. El batallón Bulnes se acerca en tren desde Jazpampa. El 2° de Línea, el regimiento Artillería de Marina y los batallones Chacabuco y Zapadores vienen de Hospicio con el Manco Escala a la cabeza.

En la pampa, los aliados esperaban órdenes.

En marcha. Quietos. Llamada de honor. Asamblea. Orden general. Atacamos ahora. Pero antes se pasará rancho. Derecha. Retirada. Armar la bayoneta. Godiño refunfuña mientras su batallón marcha y contramarcha casi al pie del enemigo, empujado por órdenes contradictorias. Ya pues, mi sargento, decídase usted. Y Porturas mostraba los dientes como si de Godiño dependiera la decisión de trabar combate. Tiene razón, cabito Porturas, no hemos llegado hasta aquí para pasear frente a los chilenos. Y además, la sed...

El Ayacucho N° 1 había tomado posiciones en Santa Catalina y, desplegada su primera compañía en guerrilla, esperó la orden de atacar. El jefe de la Exploradora, General Bustamante, se dispuso a formar pabellones.

- No ha llegado el rancho –se acerca el capitán Grocio Prado al coronel Manuel Prado, jefe del batallón.

- Parece que Daza se asustó –dijo su tío con voz sombría. Tendrán que pelear solos. Ya ni siquiera confiaba en la lealtad del Illimani y el Olañeta.

Estas tropas enflaquecidas, que se duermen de pie bajo el violento sol de las calicheras, necesitan agua urgentemente. Al frente de su batallón, el coronel Prado calcula la importancia del enemigo y a la vez se pregunta qué espera el jefe del Ejército del Sur para impartir una orden, cualquiera que ella sea.

- ¡Oye, Manuel! –se acerca al trote el coronel Velarde rumbo al ala izquierda donde espera su división. ¡Ya es hora de atacar!

- ¡Pero si han dispuesto formar pabellones! –protestó Prado. ¿Quién lo dice?

Velarde señaló el cielo con un pulgar. - ¡Arriba, pues! ¡Lo dice el Viejo!

- ¡Grocio! –se volvió el coronel. Escucha bien, muchacho, esto parece un manicomio. Te me vas a buscar al General Bustamante y le preguntas qué hacemos por fin. ¿Atacamos o pasamos rancho?

- Sí, mi coronel.

- ¡Detenga a sus tropas, coronel! –Belisario Suárez llegaba en busca de Cáceres. Felizmente he conseguido suspender el ataque hasta mañana.

Casi al pie del espolón sur, el jefe de la Segunda División esperaba las últimas órdenes para empezar el asalto. Miró disgustado al Jefe de Estado Mayor General. Desde hace diecisiete días, para bien o para mal, ese hombre ha sido el motor de la campaña. De no haber sido por Belisario Suárez, acaso habrían quedado atrapados entre Iquique y Pozo Almonte. Aturdido aún por la deserción de Daza, ha escuchado a Villegas y a Villamil que no se dejarán matar en beneficio de los peruanos, que es hora de partir, que deben salvar el orden y la paz interna de Bolivia, que nadie puede asegurar la lealtad de estos batallones. Suárez prefiere que su ejército pase rancho y duerma y rompa fuegos al amanecer. Así que Cáceres ordenó contramarchar ante un enemigo perplejo por tan inexplicables evoluciones a tiro de sus Krupps.

También a Isaac Recavarren, ahora jefe de Estado Mayor de la Segunda División, le preocupa la dispersión que se adivina a lo ancho del campamento aliado. Parecen hormigas sin hormiguero, dijo el comandante. La cicatrizada faz de Cáceres asintió. Así es, parecemos hormigas.

Acompáñeme al Estado Mayor –propuso después. Si los bolivianos pretenden irse, que se vayan de una vez. Mejor pelear solos que mal acompañados. 

En el camino se les unió el coronel Manuel Velarde, de nuevo en busca de órdenes desde el ala izquierda.

- No lo entiendo -se agria el jefe de la Primera División Peruana. ¿Por qué no hemos atacado? ¿Culpa de Daza? 

- Culpa del Viejo.

- Es un error.

- De acuerdo, completamente de acuerdo.

- Mira –se alarmó Velarde. ¡Vamos!

Un grupo de furibundos jefes bolivianos rodeaba a Suárez acercándole los puños, vaya porquería de órdenes, no tienen por qué obedecerlas, también Buendía es un torpe, incapaz y un cobarde, hay que volver mientras se pueda a Bolivia. Con robustos brazos el coronel Cáceres se abrió paso entre tantos descontentos.

- Vea usted lo que pasa y si así podemos triunfar –se agrió Suárez al verlo.

Pareció que los labios de Cáceres iban a despegar. Oye el nervioso vocerío, tantas gargantas llenándose de razones para escapar de la vista del enemigo. Meneó la cabeza. No está aquí para discutir órdenes sino para cumplirlas. También en derredor de Buendía, se amotinaban oficiales bolivianos.

El capitán Grocio Prado volvió detrás del General Bustamante.

- ¡Rompa batallones y desfile hacia la fortaleza enemiga! –pidió el General. Estaciónese junto a la oficina de Camiña y espere mis órdenes para atacar de inmediato.

- Sí, mi general –el coronel Manuel Prado sabe al menos donde ha de escalar las posiciones enemigas.

El coronel Cáceres abandonó a Belisario Suárez en medio de esos engalonados con urgencia por vivir. Invitó a Velarde a reconocer las defensas chilenas.

- Dejen de pelearse –el sargento Hermógenes Bocanegra observa disgustado a bolivianos y peruanos forcejeando por llenar primero sus cantinas. Sus hombres del Zepita comparten con una compañía del Illimani la raquítica verdura que rodea la aguada del Porvenir. Ahora daban un espectáculo que los rotos seguían con sonriente interés desde lo alto de San Francisco. 

- ¿De qué se ríen, rotos de mierda? –vocifera un sargento del Illimani alzando su rémington.

El primer disparo retumbó inesperadamente a las 3 y 25 de la tarde.

El mayor chileno Salvo contestó con un disparo de Krupp.

- ¡Corneta! ¡Cesar fuego, cesar el fuego! –Suárez contempla la pequeña lucha que comienza al pie del San Francisco entre dos guerrillas y las batería enemigas.

En la aguada del Porvenir, la corneta del Zepita sopló ataque.

- ¡Armar la bayoneta, carajo! –aulló el sargento Bocanegra. ¡A la carga!

El comandante Ladislao Espinar, del servicio de ambulancias, se agazapó cuando el cañonazo sacudió las inmediaciones del pozo. Ningún oficial aquí de más alto rango que el suyo. Peruanos y bolivianos se aventaban al ataque. Echó manos al sable y se puso al frente de los aliados. ¡A los cañones, a los cañones! ¡Corneta! ¡Ataque de Uchumayo! ¡A la carga! Ya se acabó el desierto, ya empieza el cerro, ya trepan empujados no se sabe por qué ímpetu prodigioso. Ni una bandera a la mano para clavarla en la cumbre, ni una compañía de refuerzo para sostener el intrépido escalamiento. ¡Arriba, a la carga! ¡Armas a discreción! La solitaria corneta llamaba a todos al asalto de San Francisco. Arriba crepitaron ametralladoras, sorprendidos artilleros chilenos echan mano a sus Winchester mientras Salvo pide urgentes refuerzo; esas guerrillas se le venían encima, más veloces que la reiteración de sus cañonazos.



- ¡Viva el Perú! ¡A tomar los cañones! –no ignora Espinar que está al frente de todo su ejército, que nadie hay delante suyo sino enemigos. Su sable señala dos Krupp que no bastan para despedazar su osadía. ¡Son nuestros, a la carga!

- ¡A la carga! –se decidió el coronel Isaac Chamorro, jefe del batallón Puno N°6.

Godiño escucha contradictorias cornetas: ataque y alto el fuego.

- ¡Primera y segunda compañías! –se oyó al comandante Pérez. ¡Adelante!

Los Cabitos, también los batallones Olañeta e illimani avanzaron detrás del Puno N°6.

- ¡Número de guerrilla! –ahora el coronel Prado toma la iniciativa. Al frente la primera compañía y la segunda de reserva. ¡Mayor Salcedo! ¡Columna ligera con la octava compañía y a tomar el cerro! ¡Grocio, a mi lado!

El Ayacucho N°1 subía por la otra cara del espolón sur.

En lo alto, los padrecitos del Atacama se movieron en auxilio de su artillería súbitamente atacada. A saltos arriba, de un risco a otro, bala en boca y con bayoneta calada llegan los aliados a la cresta del cerro. A diez metros de esos Krupps bruscamente silenciosos, el comandante Ladislao Espinar se desplomó alcanzado por un balazo de winchester entre los ojos. Aliados y chilenos se fusilaban a boca de jarro. Cuando Hermógenes Bocanegra embistió a la bayoneta, ya los del Zepita se habían adueñado de los cañones enemigos.

- ¡Viva el Perú! –Bocanegra se agarra los testículos para mostrárselos al enemigo. ¡Muera Chile!

Por la otra orilla del cerro, un cañonazo despedazó al teniente coronel Roselló, segundo jefe del Ayacucho N°1. Marchaba con dos compañías a reforzar sus guerrillas contraatacadas violentamente por los chilenos.

Perico Porturas mató por primera vez a las cuatro de la tarde. Estiró la puntería en busca del flanco desde el que malherían a los Cabitos que trepan el cerro. Tras la detonación rodó un chileno del Atacama. ¿Vio usted, mi sargento? La vidriosa mirada de Godiño ha vuelto a ver, y como hace diecisiete días en Pisagua, el sargento controla una casi irresistible ansia de vomitar. Sube, joven asesino. A la bayoneta, a las tripas, a la médula si es posible. Guarden balas, gritaba el comandante Perea. Fornidos hombres del batallón Puno y los Cabitos trepan en silencio, absortos en esta tierra desmenuzada por quienes van llegando a la cima y empiezan a morir. 

Aunque hace un rato quería marcharse a La Paz, el General Carlos de Villegas mueve a los suyos al asalto. Villamil ordenó flanquear cerros en busca de La Encañada para encontrarse con Buendía. El coronel Bolognesi lanzaba su división al ataque por la izquierda. Cáceres dirigió a sus soldados en apoyo del Puno y los Cabitos.

Pero al final de la pampa se plantaron los bolivianos del Olañeta y el Illimani. A mil metros rompieron fuegos. Tan desordenada fusilería fue a herir por la espalda a las guerrillas que se sostienen en lo alto del San Francisco mientras terminan de trepar los refuerzos. Arriba cargó a la bayoneta una fracción del Atacama. Peruanos y chilenos rodaron cuesta abajo peleando cuerpo a cuerpo.

Formados en columnas de ataque, Puno y Cabitos cargaron a repecho reconquistando la falda. Pasa Godiño por encima del desconocido cadáver de Hermógenes Bocanegra y de su enemigo chileno, atravesados uno al otro a la bayoneta y deshechos por el simultáneo balazo que acompañó sus estocadas. Soldados del Zepita y el Illimani han quedado así ensartados a sus adversarios del Atacama, contemplando con odio sus mutuas agonías. Algunos todavía forcejean en vano intento de desclavarse mientras continúa la inesperada batalla. ¡Arriba! Dos tercios del cerro en silencio, al fin ordenó fuego a discreción el coronel Moralez Bermúdez, lanzando a sus Cabitos al asalto. Los cuatrocientos niños embistieron con los chassepot en ristre hasta de nuevo adueñarse de los Krupp chilenos. Por la izquierda acometía el Puno N°6 y los obstinados guerrilleros del Zepita y el Illimani. Al filo sur de San Francisco se amontonan cadáveres chilenos.

- ¡Háganlos virar! –Morales Bermúdez observa que todo el batallón Atacama seguido por el Coquimbo se avienta contra sus cabitos. Forcejeó con los Krupp para volverlos contra el enemigo. No le dieron tiempo. ¡Corneta! ¡Fuego a pie firme!

La riflería contuvo a los batallones chilenos. Por la izquierda embistió a su vez el coronel Chamorro con sus cuatrocientos soldados a bayoneta calada.

Un balazo aliado deshizo por los riñones al cabito Guanilo. También acribillados por la espalda, se desmoronan guerrilleros del Illimani. Los asesinaba el resto de su propio batallón desde la pampa. 

- ¿Qué haces, carajo? –tronó el subteniente Palma. Porturas disparaba contra los bolivianos abajo. ¡El enemigo está allá, cojudo!

- ¿Y eso? –Porturas señala el cadáver de Guanilo.

Godiño sostenía un risco con cuatro muchachos, Antes de rechazar la segunda carga chilena, se volvió a tiempo de ver a su lado al coronel Belisario Suárez.

Dos capitanes, un subteniente y sesenta soldados del Puno N°6 cayeron en el choque contra el Atacama. 

Todavía luchaban los cabitos por mover esos Krupps contra los chilenos.

- ¡Nos están matando por la espalda! –Morales Bermúdez señala furioso a las tropas que no cesan de disparar desordenadamente desde la pampa. Suárez asintió hoscamente. Hace diez minutos ha visto caer por tierra al General Villegas, malherido cuando empezaba a subir el cerro.

Las cuatro compañías del Ayacucho N°1 que llegaron a la cima, cayeron despeñadas por una furiosa carga enemiga.

- ¡Necesitamos refuerzos! –ahora Morales Bermúdez descarga el revólver contra una fracción del Coquimbo que acometía contra sus Cabitos.

- ¡Vaya usted personalmente y traiga a la Segunda División! –vocifera Suárez.

- ¡No abandono a mi batallón, carajo! ¡Usted traiga a Cáceres! ¡Aquí lo esperamos!

El coronel Prado pasó a galope tendido delante del 3° de Línea que contenía a los peruanos con descargas cerradas. Alcanzó al General Bustamante a medio kilómetro de la ambulancia chilena.

- ¡He reunido a doscientos, mi General! ¡Solicito permiso para atacar el cerro!

- Proceda usted, coronel.



Paralizado el avance de Villamil, cuyas tropas se desbandan a la vista del enemigo, las divisiones de Velarde y Bolognesi quedaron con el flanco descubierto. Por el otro extremo, titubeó primero y se desorganizó después el avance de Buendía barrido desde tres puntos por la artillería chilena.

- ¡A Oruro, a Oruro!

Más de tres mil bolivianos abandonaban la Alianza y la batalla y hasta sus armas para correr rumbo a la cordillera.

A mitad del cerro remecido por explosiones de shrapnell, mientras una ametralladora enemiga traqueteaba encima de su cabeza, el capitán Grocio Prado contempló la incontenible dispersión boliviana. Nadie viene a sostener al Ayacucho N°1 en su tercer intento por alcanzar la cima.

Súbitamente la caballería aliada al mando del coronel Ramírez arrancó al galope en dirección de Arica.

¡Desertaban, carajo!

- ¿Y dónde está el General Buendía?

A la tercera carga, los chilenos arrojaron de San Francisco a exhaustos puneños y cabitos.

En el centro de este inabarcable desorden, el coronel Suárez se empina en los estribos. Desaparecieron Buendía y todos los jefes que lo acompañan. Picó espuelas para detener a Cáceres que ya arremetía hacia el cerro con toda la reserva.

- ¿Dónde está el General Bustamante?

Las tropas bolivianas se esparcían por la pampa dejando tras de sí un rastro de fornituras, cartuchos y buenos rémington abandonados.

- ¡Alto, coronel! ¡Salve a su división! –la reserva es cuanto queda intacto a órdenes de Suárez. El coronel Bolognesi parece replegarse en orden. Pero la División Vanguardia ha sido arrastrada por la dispersión boliviana. Ojalá Velarde consiga recuperar a sus soldados.

- ¿Y ellos? –Cáceres señaló la falda del San Francisco por donde cabitos, puneños y sobrevivientes de las guerrillas del Zepita y del Illimani resisten sucesivas cargas a la bayoneta y oblicuas ráfagas de ametralladora.

- ¡Corneta, retirada!

- ¿Dónde está el coronel Velarde?

- ¡Comandante Somocurcio! –el coronel Prado se refugia con los restos del Ayacucho N°1 en los vericuetos de una salitrera. ¡Dé usted alcance a la caballería y de parte del General Bustamante ordénele que vuelva a reunir dispersos!

- ¿Cuál es el punto de reunión? –indaga el cubano Pacheco.

Prado estira brazos vacíos. El señor jefe del Ejército del Sur ha olvidado señalarlo.

- Muy bien, Grocio, arréglatelas como puedas: encuentra a Buendía o a Suárez, quiero saber dónde se concentrará el ejército. ¡Mayor Salcedo! Búsqueme al General Bustamante e informe nuestra posición –el coronel Prado echó un vistazo a la polvareda que alzaba por el horizonte la caballería aliada en fuga.

Por la línea de Pisagua llegaba un tren con refuerzos chilenos.

Terminaba la batalla. Esta vez Godiño no consiguió desviar el bayonetazo que se clavó en su brazo derecho. Ha prometido no olvidar nunca el rostro de ese soldado del Atacama de pronto descomponiéndose hasta perder su color, cambiando ferocidad por el definitivo tránsito de morir desde abajo bayoneteado por el Cabito Porturas. Se jodió usted, mi sargento. Disparos peruanos remecían las afiebradas orejas de Godiño mientras lo arrastran a cubierto, forcejeando los Cabitos por arrancarle el acero del brazo y anudarle un trapo que contenga la hemorragia. Ahí queda su sangre en charcos por este día inútil. Deseó poderla recoger y llevársela con la diestra que cuelga casi desconectada de su organismo. Cierto aire caliente entra a chorros por esa llaga que también lastima huesos y nervios degollados, aún activos como ínfimos gusanitos blancos que se retorcieran bajo su piel. Ya me jodí. 


Fuentes:
Throndike, Guillermo - "El viaje de Prado", p. 128 - 139

Comentarios

  1. es hermoso conocer nuestra historia, lo digo como peruano, peleamos en los campos de batalla como todo varon, no como los bolivianos que verguenza deben tener el solo hecho de pedir que le den una salida al mar. lo perdieron por maric. VIVA EL PERU CARAJO !!

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