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La batalla de Tarapacá

Extracto de la novela “El viaje de Prado” de Guillermo Throndike

Aquella mañana del 27 de noviembre de 1880, tres arrieros que salían de Tarapacá, descubrieron uniformes chilenos en lo alto de la quebrada. Tres columnas enemigas rodeaban a los peruanos.

- ¡Silencio! –ordenó duramente el coronel Cáceres.

En alguna parte han tintineado armas de caballería.

Los arrieros azotaban a sus asnos al encuentro de Suárez en la plaza de armas.

- ¡Chilenos, señor!

La noticia corrió con un murmullo: chilenos, chilenos.

Los arrieros señalaban la altura.

- ¿Cuántos? 

- ¡Zubiaga! ¡Que forme la división en tres columnas! ¡Y en completo silencio! –Cáceres se volvió en busca del coronel Manuel Suárez, no esperará órdenes de nadie para salir al frente del enemigo. ¡Su batallón detrás del mío! ¡Armar bayoneta y arriba! 

Si llegan antes que el Zepita y el Dos de Mayo, si afianzan sus rifles en la orilla, si los fusilan de arriba abajo, si terminan de acorralarlos por Quillahuasa y Huarasiña tendrán que rendirse en masa o ser exterminados hasta el último hombre. Antes de que el Jefe de Estado Mayor General reaccionara, el Zepita subía en flacas columnas, de dos compañías cada una. A la derecha manda Zubiaga. Al centro, el mayor Pardo Figueroa. A la izquierda, el mayor Arguedas. El Jefe de la División despachó a Recavarren a informar de su movimiento a Belisario Suárez y a pedir refuerzos. 

Despierta el coronel Ríos para beber un matecito de coca cuando aparece desencajado el coronel Ugarte: ¡Chilenos! ¡A formar la Quinta División en silencio! 

Veinticinco rabonas del Zepita subían empujando cajas de cartuchos detrás de la Segunda División. 

Cuídate, hermanito. Infló pecho el joven teniente Juan Cáceres. Su hermano, el coronel pasó a su lado espoleando su bestia de batalla. No temas, mi coronel, estaré detrás de ti pase lo que pase. Ni medio metro de ancho tiene este sendero. Cusqueños y ayacuchanos del Zepita no terminaban de subir cuando las cornetas chilenas tocaron ataque. 

El teniente Telémaco Delfín acezaba cuando con un último esfuerzo salió por delante de la quebrada. Vio a cuatrocientos zapadores que le apuntaban al pecho. Su momentánea parálisis desapareció con el empellón del mayor Pardo Figueroa. La columna del centro que ocupaba se abría en guerrilla cuando la descarga de cuatrocientos comblain enemigos hizo trizas la limpia mañana serrana. 

El batallón Zepita no se detuvo. 

Acaso por ser el primero en salir de la trampa, el teniente Delfín recibió ocho tiros de pies a cabeza. Como si hubiese absorbido lo peor de la descarga, el oficial se desplomó atónito de seguir con vida. Por encima de su cuerpo saltaban soldados. Ahora retumbó la artillería chilena despedazando los filos de la quebrada. 

El batallón Zepita continuó su carga silenciosa. 

A ciento cincuenta metros del enemigo, la guerrilla del centro hizo su primera descarga cerrada a pie firme. 

- ¡Columna derecha, tomen esos cañones! ¡A la bayoneta! –más poderoso que el estruendo de la fusilería, Cáceres gritaba órdenes. ¡Corneta, ataque! 

Un formidable vocerío se expandió por las filas peruanas. ¡Muera Chile! ¡A la carga! ¡Degüello, carajo! Tras el Zepita avanza el Dos de Mayo. El coronel picó espuelas pero súbitamente su caballo se fue de manos, acribillado. Cáceres se hirió contra las piedras para alzarse de inmediato, el sable aún en el puño. ¡A la carga, cabrones! ¡Armas a discreción! 

Formados en batalla, los chilenos vaciaban sus rifles. El Zepita no se detuvo. 

Un jubiloso griterío anuncia que la columna derecha clavaba bayonetas en los artilleros enemigos. El último cañonazo despedazó al comandante Zubiaga. Ocupó su lugar el capitán Cruzado. Seis pasos más lejos, un balazo de winchester le voló el cráneo. El subteniente Meneses recogió un rifle con bayoneta calada y asumió el mando: ¡A la carga! Un rumor de cuchillería explica por qué callaron los krupps. Frente al coronel Cáceres titubeaba la formación chilena. El mayor Pardo Figueroa no vio caer fulminado a su hermano Benito que mandaba la cuarta compañía detrás suyo, ni Cáceres supo que su hermano Juan se desplomaba con un proyectil en el pecho, ni quienes sobrevivieron a las descargas de los Zapadores sospechan que medio batallón ha caído en ese ataque que al fin rompió las líneas enemigas. 

Tampoco Belisario Suárez sabe que su hermano Manuel acaba de morir en el asalto a las posiciones chilenas. 

Al comandante chileno Eleuterio Ramírez lo acompaña el dudoso honor de haber comenzado esta guerra. En febrero dirigió la ocupación del interior de Atacama. Jefe de los Cazadores, dejó a sus jinetes en Huarasiña para atacar con mil doscientos aguerridos zuavos del 2° de Línea por el fondo de la quebrada. 

A medio vestir, el coronel Ríos mueve ahora a su bisoña Quinta División a proteger el pueblo. Cáceres tendrá que aguantar arriba a los chilenos con sólo dos batallones. No importa que enfermo y deshidratado, el coronel Bolognesi se puso al frente del Ayacucho N°2 y empezó a trepar las faldas del monte Tarapacá. Los cien oficiales y artilleros que Castañón pudo reagrupar después de la dispersión en Dolores, corrían a tomar posiciones en la cuesta de Visagra. Las tropas de Iquique siguieron a Bolognesi. Los guardias civiles de Arequipa se atrincheraron en las afueras del pueblo y en la plaza de armas. 

La carga cuesta arriba de los temidos zuavos no se detuvo por la minúscula descarga que le dedicó Castañón. No emplean cañones, que han perdido en la desvariada caminata por las calicheras, sino cortas carabinas Henry de los artilleros, a quienes se unían 32 obreros de la maestranza militar con rifles rápidamente repartidos por los mayores José María Prado y Pedro Luna. 

Ramírez envió a doscientos cincuenta de sus hombres a dar cuenta de esos peruanos. 

Castañón se quedaba sin balas. 

Novecientos zuavos pasaron Visagra. Pero detrás de los artilleros desfiló la Quinta División con Ríos y Ugarte al mando de dos columnas que de inmediato cargaron a la bayoneta contra los chilenos que subían. 

En la otra orilla de la quebrada, frente a Cáceres la columna chilena del comandante Santa Cruz efectuaba una conversión en línea, quedando cara al norte después de ser arrollada por el Zepita. 

- ¡Se acabaron los cartuchos! –grita el mayor Pardo Figueroa. 

- ¡A la bayoneta! –replicó Cáceres. 

Trepa la quebrada, mira la batalla, reflexiona en blanco, quiere hablar y no habla, sigue sin entender por qué atacan por aquí y también por el fondo de Tarapacá, ni siquiera recuerda cuántos batallones a su mando, transpira, pica espuelas, regresa al pueblo, busca a quién dar órdenes, se demora, otra vez queda solo, cambia de dirección, desea que termine este infierno, recuerda su elevado rango, vuelve en vano a lo alto de la quebrada, contempla a los muertos, se repite que estamos perdidos, piensa que a lo mejor se puede demorar un desastre inevitable, desea tener fe, pregunta por sus ayudantes y nadie responde al General de División Juan Buendía. Lo saben inútil y sin embargo se esfuerza por estar presente, se deja ver un rato por Visagra, otro rato cerca de Cáceres, al fin retorna al pueblo a ocuparse de los heridos y a refrescar su garganta, despacha baqueanos con órdenes contradictorias que los jefes de divisiones ignoran, ocupados como están en reunir fuerzas de acuerdo a coherentes instrucciones de Belisario Suárez que ni siquiera se detiene a explicar al General cómo avanza la batalla. Ni conversador ahora, ni galante, ni despreocupado teórico de las artes militares, ni necesario a nadie, ni tampoco obedecido o consultado, averigua que su ayudante Sáenz Peña se ha puesto al frente de medio batallón cuyos jefes cayeron muertos y heridos, y sin su habitual séquito de edecanes y ordenanzas y amigos y periodistas en campaña, vuelve a montar y subir, regresar de ninguna parte a otra, vociferando erráticas disposiciones sofocadas por el estruendo de los disparos. Así que desmonta, llama a su lado al subprefecto y al cura y al alcalde, consigan carne y menestra, recojan carajo a los heridos, y pasea a pie por el pueblo que cruzan exhalados emisarios; hoy manda Belisario Suárez que mueve tropas por la quebrada, pide refuerzos a Pachica y Quillahuasa, organiza un fulminante contraataque en todos los frentes. 

Eleuterio Ramírez embistió con el 2° de Línea hasta las puertas del pueblo. Una carga cerrada de los Guardias de Arequipa lo contuvo antes de la plaza de armas. Paredes, callecitas, atrio, río, carretera, todo quedó manchado de vísceras y sangre. La vida retumba por las orejas del guardia Mariano de los Santos mientras avanza agujereando la mañana con su largo chassepot armado de bayoneta. Abejorrean disparos cerca, encima, al costado suyo. Parte del enemigo intenta reunirse a sus camaradas que combaten en la altura, pero los más obstinados siguen atacando al pueblo. ¿Cuántos saltos más sobre la tierra caliente y sucia, cuántas respiraciones? Galopa con sus ojotas, dispara a quemarropa, corta y hunde su bayoneta y golpea con la herrada culata y se revuelve rabiosamente de pronto solo ante el joven oficial dueño del estandarte enemigo, quitárselo, eso es todo lo que importa, adueñarse del pabellón de los altivos zuavos. De los Santos estira sus músculos de veinticinco años y embiste esquivando la espada del oficial mientras en derredor suyo vuelven a chocar tropas demasiado próximas para disparar sus rifles. El abanderado chileno gimió. Aquella enorme bayoneta asomaba por detrás de sus pulmones. Mariano de los Santos contempla el grueso surtidor de sangre que brota a pulsaciones, recoge el estandarte. Después gritó con voz que le salía desde el comienzo de la vida, ya es nuestro carajo, viva el Perú, y mostró el estandarte salpicado de sangre a todos sus camaradas. Un solo aullido contestó a De los Santos y los Guardias de Arequipa arremetieron a la bayoneta despedazando a los chilenos. 

Un minuto después de haber ordenado ataque, un balazo hirió el rostro del coronel Ríos. Sin embargo siguió al frente de su División. Le chorreaba sangre por el cuello hasta empapar el uniforme, pero el proyectil apenas ha rebanado una mejilla, se amarró el rostro con un trapo para continuar en combate. Gendarmes de Tarapacá, bolivianos de la Columna Loa, guardias civiles, Columna Naval y Batallón Iquique atacaron desde la izquierda a los chilenos que hace un rato escalaban la cuesta para liquidar a Castañón. Artilleros sin artillería, habían soportado el primer choque con el enemigo perdiendo a la mitad de sus hombres. Ahora, se unieron a la vociferante ofensiva que echa abajo al enemigo. 

El resto del 2° de Línea la pasaba mal entre Tarapacá y la cuesta de Visagra. Rechazados del pueblo quisieron envolver al Batallón Ayacucho N°2 que sale a combatir al mando de Bolognesi. Pero el viejo coronel ganó la altura a la vez que acortaba distancias para de inmediato embestir de flanco a los chilenos. Ahora se tiroteaban a cincuenta, a veinte metros, emboscándose tras pircas y en casuchas y chacras. Aunque acorralado, el enemigo resiste bien. Desde invisibles troneras, no menos de setecientos veteranos zuavos frenaban con sus descargas de acertados comblain los asaltos peruanos. ¿Qué hacemos, mi coronel? ¡Carajo, si por lo menos tuviésemos un cañón! 

Las ensangrentadas bayonetas de la Segunda División persiguieron cinco kilómetros a los chilenos en fuga por la altura derecha de Tarapacá. Cáceres ordenó detenerse a sus hombres en el sitio donde el enemigo había vivaqueado. Después del registro, el soldado Durazno se le acercó con una mula del cabestro. Llevaba silla de mujer. 

- Seguro perteneció a una cantinera, mi coronel, espero que no le importe… 

Gracias, Durazno. 

- …le cambio de silla ahorita, mi coronel. 

La mirada de Cáceres pasea rostros exhaustos. 

- ¿Nadie tiene un poco de agua? 

¿Juan? ¿Dónde está su hermano Juan? 

No se atrevían a decírselo: Juan Cáceres agoniza en retaguardia. ¿Y Zubiaga? Muerto, mi coronel. ¿Y el coronel Manuel Suárez? También murió, mi coronel. ¿Y Recavarren? Herido en la mano derecha, fue a curarse al pueblo y ya vuelve mi coronel. ¡Mayo Pardo Figueroa! Nadie contestó. Benito ha muerto, el otro está moribundo. De su plana de jefes solo parece quedar ileso el mayor Julio Arguedas. ¿Seguimos avanzando, mi coronel? No, claro que no. Los chilenos volverán pronto con refuerzos. A las ocho y media empezaron a escalar la quebrada y ya daban las diez. Mejor será contramarchar, acercarse al resto de su ejército, ocupar posiciones favorables en la quebrada. ¿Dónde se han metido las puñeteras tropas de artillería? ¡Cuatro buenos krupps y nadie en la Segunda División sabe dispararlos! Sus hombres cambian chassepots sin balas por comblain bien pertrechados. Peruanos descalzos y semidesnudos prueban las botas de sus enemigos muertos, recogen quepís, morrales, cantimploras, frazadas, tabaco. ¡Corneta, marcha regular! 

A un kilómetro de la quebrada, el coronel Suárez contempla a su hermano muerto. Despedazado su rostro por un balazo, parece que fuera su propia muerte. ¡Malditos sean, chilenos de mierda! Entonces vio reaparecer a la macilenta victoriosa Segunda División. 

- Lo felicito, coronel… 

Cáceres echó una mirada al cadáver de Suárez. 

- Créame que lo siento. ¿Cómo van las cosas abajo? 

- Bien, bien –Belisario Suárez señaló unas tapias. 

- Allá está su hermano, coronel. Apúrese. 

La rocosa mirada de vidrio reverberó bajo el sol. La pupila verdadera parece retroceder en el rostro del jefe huamanguino. 

- Vuelva con refuerzos, mi coronel. Pronto. 

Por última vez, el joven teniente descorrió sus ojos. Eran marrones y exactamente redondos, casi en fondo, como si dos pequeños orificios comunicaran cada iris con el principio de su existencia; y allá, al comienzo de la insoldable calavera, un sobresalto, el miedo último, el gran tránsito desconocido. Musculosamente el coronel sostiene el cuerpo malherido acercándolo a su propio pecho. Es como su propia carne llagada bajo el sol, amando ardientemente esta miseria de vida por el desierto. Claro que sí, cualquier cansancio es preferible a la partida; se juntan sus cabezas como si el de Arica no fuese también un camino sin retorno. Hermanito, hermanito. La mirada del muchacho parece pedir perdón al coronel. Acaso se había equivocado, dejarse así sorprender por lo sólido invisible, la diminuta carga explosiva que reventó en su pecho. Porque mirando la herida comprende el coronel que también el enemigo usa balas estriadas, que estallan al entrar. ¿Qué pasó, Juanito? No hay cirujano cerca, nada que haga soportable su agonía. Sin que nadie lo haya ordenado, los hombres del Zepita clavan rifles en el suelo y se despliegan mantas para dar sombra a su jefe y al joven moribundo. Quiso explicar que prefería mirar al sol, pero su voz no llegó a la garganta. Se le licuaba el aliento produciendo una crepitación, idioma por nadie conocido. Se iba. De pronto demasiado lejos para que sus ojos pudieran reconocer al hermano mayor que acaricia la frente húmeda y fría, lo sorprende la oscuridad de las once de la mañana. 

Andrés Alfredo Cáceres cerró los párpados de su hermano, recuperando viejas visiones que transitan por el distante contorno familiar de Huamanga. Como si llamara a su madre, se encerró en sí mismo y por un vapor de antiguas primaveras llegaron mujeres a quejarse con dulcísimos acentos. Hermanito, hermanito. Soltó por fin al joven cadáver. Los curtidos hombres del Zepita contemplaban silenciosos. Cáceres descubrió que todo su batallón se había descubierto la cabeza. 

Belisario Suárez regresaba sin compañía. 

- ¿Murió? 

- Sí. ¿Dónde mierda están sus refuerzos, mi coronel? 

- El coronel Moreno no quiere venir. 

- ¡Pues péguele carajo un tiro y tómese usted la tropa! 

Al otro lado de Tarapacá, el capitán José Camilo Valencia observa cadáveres peruanos amontonados ante una inesperada fortificación chilena. Muerto Eleuterio Ramírez, cerca de trescientos de sus zuavos se atrincheraron en una casa hacienda, desplegándose el resto en potreros y vaquerizas. No hay forma de sacarlos de allí. 

- ¿Qué te parece si les metemos candela? –propuso el capitán Rudecindo López, de los Guardias de Arequipa. 

- Hecho –masculló Valencia. Entraremos por ahí. 

Señalaba un ángulo del edificio que los disparos chilenos no podían ofender. 

El coronel Bolognesi aprobó el plan, ordenando un ataque de flanco para distraer a los defensores. Cerradas descargas golpeaban esas paredes demasiado anchas para triturar al enemigo. De hacienda en fortaleza, de alcoba en hospital, de viejo oratorio en polvorín, de vaqueriza en mortuorio, aquello es como una ciudad enemiga dispuesta a soportar indefinidamente el asedio. Mientras el 2° de Línea y el Ayacucho N°2 se tiroteaban desde cada vez más cerca, por la izquierda los arequipeños empujaban paja seca hasta pegarla al reducto chileno. Valencia fue al pueblo y volvió con seis latas de kerosene y nueve lamparines. 

Un fogonazo se desparramó por los techos de torta. Goteó el incendio en el interior de la finca mientras súbitamente se inflamaban fardos de forraje reseco hasta ahumar al enemigo. Un cristalino viento serrano avivó llamaradas numerosas. Adentro gritan de espanto. Se sancochan los heridos y a través de este humo que ciega a los combatientes, se aproximan balazos de chassepot, un enardecido griterío que anuncia a los peruanos lanzados a la carga final. El altivo regimiento 2° de Línea echó a correr. Abandona insignias, heridos, rifles, cajas de munición que el fuego hace estallar. Los abiertos a tiros, los que pedían vivir, los que llamaban a gritos al cirujano se arrastran ahora más lentos que esas llamas alimentadas con kerosene. Una dulzona pestilencia de cuerpos achicharrados prevaleció sobre el picante hedor de los disparos. Ahora Guardias de Arequipa y Ayacucho trizaban al enemigo en fuga. Mientras el pánico arrastra a los chilenos de regreso a Huarasiña, el coronel Bolognesi dispuso una interminable carga a la bayoneta. En vociferante tropel desandaba el enemigo el sinuoso camino de Tarapacá, perseguido por victoriosos peruanos. Cuando el deshecho regimiento chileno apareció desbandándose por la Cuesta de Visagra, el coronel Ríos soltó a sus contenidos voluntarios a despedazar a las dos compañías aún parapetadas al fondo de la quebrada. Picó espuelas a su apreciado caballo africano el coronel Ugarte, al frente del batallón. Trescientos guardias nacionales lo siguieron cargando a la bayoneta. 

Ni siquiera disparan el cartucho que espera en la recámara o retroceden en orden, entre pausadas descargas. Al tropel aullante que arroja fornituras y armas para correr más rápido, se sumaron las compañías chilenas detenidas en Visagra. Los sobrevivientes del 2° de Línea pasaron a escape, siempre perseguidos por la División Bolognesi. 

¡Alto! 

De nuevo Ríos frena a los suyos. El Jefe de Estado Mayor General ordena subir al otro lado de la quebrada, a reforzar urgentemente la fatigada División de Cáceres. Por ese flanco se espera un nuevo ataque enemigo. 

Por delante, 226 bolivianos de la Columna Loa y los ciento cincuenta navales de Sixto Meléndez. Después ochenta gendarmes y ciento cuarenta guardias civiles de Iquique contramarcharon hasta el pueblo de Tarapacá para pasar a la ladera occidental. 

¡Corneta, tropa! ¡Usted, Infantas, traiga a esos rezagados! –menos de nueve meses miliciano, nunca antes coronel o soldado, por primera vez cerca del combate todavía a retaguardia, Ugarte no se siente del todo puesto a prueba, pero a pesar de la sedienta caminata de cuatro días, su batallón responde como hecho de veteranos. La carga llevó a dos de sus compañías casi a mezclarse con los soldados de Bolognesi. Los voluntarios de Iquique regresaban a regañadientes. Va y viene Ugarte azuzando a los suyos. ¡Vivo, vivo! Cerca de Tarapacá el hediondo incendio ensucia el mediodía. Laderas, caminos, chacras, todo está cubierto de cadáveres. El sonido de otro combate que comienza, tensó la voz del coronel. Acometió por el angosto sendero hasta ponerse al frente del batallón que avanza cuesta arriba. 

La poderosa columna chilena del coronel Arteaga contuvo el desbande de los Zapadores que seguían huyendo al Sur aunque ya Cáceres contramarchaba. Al derrotado batallón que el comando chileno entrenó como fuerza de asalto y que envió por delante a la captura de Pisagua, se le unían ahora seiscientos cuarenta frescos soldados del Regimiento Artillería de Marina y otros seiscientos del batallón Chacabuco con una sección de artillería. Coincidía el contraataque enemigo con la aparición de ciento veinte granaderos a caballo lanzados al flanco descubierto de la Segunda División. 

¿Dónde mierda están los refuerzos? 

El coronel Cáceres calculó el poder de sus extenuados combatientes. Queda en pie menos de la mitad del Zepita y acaso doscientos del Dos de Mayo. Si nada más se atrincheran, si se dejan rodear, todo se habrá perdido. 

¡A la carga! ¡Armas a discreción!

Por segunda vez en la jornada los peruanos arremetieron contra el enemigo. La primera descarga cerrada de la Artillería de Marina no los contuvo. Ni los nerviosos disparos de sus krupps. Ni la certera fusilería del Chacabuco o los vengativos balazos de los Zapadores.

El coronel Sixto Meléndez llegó a lo alto de la quebrada cuando los granaderos principiaban su galope. Tampoco los bolivianos del Loa tuvieron tiempo de formar en batalla. Nada más corrieron a interponerse entre Cáceres que ataca y los jinetes a punto de destrozar su flanco. A pie y a la bayoneta soportaron la primera embestida. Un capitán, cinco subtenientes y setenta y cinco soldados bolivianos cayeron en el primer choque. También los navales sajaban cabalgaduras, desmontando granaderos a culatazos. Cuando la caballería chilena se reagrupó para cargar definitivamente, se vio al coronel Meléndez muerto y cuarenta navales degollados o malheridos.

Pero el galope chileno se derrumbó despedazado por los trescientos disparos del batallón Iquique. ¡Fuego a pie firme! Ugarte contempla a los granaderos volviendo grupas. Otra descarga cerrada desmoronó a veinte jinetes. La caballería abandonó el campo. 

- ¡El coronel Ríos herido, señor Ugarte! –anuncia el mayor Ballón. 

- ¡Estoy bien, adelante! –Ríos agita la sanguinolenta piltrafa de su brazo izquierdo casi rebanado por los sables enemigos. El jefe de la Quinta División señala el encarnizado combate entre las fuerzas de Cáceres y los chilenos a los que han empujado atrás medio kilómetro. Pero más numerosos y descansados, los de Artillería de Marina, Chacabuco y Zapadores conseguían detener a los peruanos. En el violento duelo de fusilería, a Cáceres se le agotaban las balas.

¡A la carga! ¡Armas a discreción!

Simultáneamente el balazo golpeando su cerebro y la vertiginosa caída sobre el espléndido pura sangre venido de Africa: Alfonso Ugarte rodó como muerto y sus hombres titubearon. Pero el proyectil resbaló sobre sus huesos, arrancándole un pedazo de cuero cabelludo. Creyó haber chocado contra una enorme piedra plana. ¿Cuánto rato sin sentido? Ugarte reconoció el amargo sabor de la sangre penetrando hasta su paladar. Se le derramaba por la frente hasta tapar sus ojos. Trastabilló de nuevo erguido. Limpia su mirada, observa al caballo que costó quinientas esterlinas perneando con dos tiros en el pescuezo, recoge el sable, se enfurece con sus devotos subalternos que los querían socorrer. ¡A la carga, cojudos! ¡A correr a esos maricones! ¡Armas a discreción!

Dos baqueanos despachados a Quillahuasa por Belisario Suárez pusieron en movimiento a la Primera División peruana. El coronel Herrera, jefe de los 380 Cazadores de la Guardia, está al mando accidental de toda la fuerza. Como los cuatrocientos Cazadores del Cusco, cuyo jefe es el coronel Victor Fajardo, la falta de caballos había convertido a estos avezados jinetes en tropa de infantería. Después de la una de la tarde entraron en Tarapacá. Suárez volvía de visitar el encarnizado duelo entre Cáceres y Arteaga. Aunque reforzado con la Quinta División, el huamanguino sólo puede descargar repetidos asaltos frontales contra los chilenos que se van fortificando entre rancherías y tapias. Se arrastran, disparan, avanzan los peruanos a palmo sin ceder un instante, empujando siempre al enemigo. Pero cinco horas de batalla consumen a los cholos del Zepita y a los animosos voluntarios del Dos de Mayo. Suárez ordenó a los Cazadores que atacaran al enemigo desde abajo y por su flanco derecho. 

A sable sajado, a bala desquijarada y luego perforado por el hombro y en un muslo y en fin entre las costillas de modo que ahora yace en un gran charco de sangre donde confluyen diversos e igualmente insoportables dolores, el coronel Miguel Ríos protestó porque lo alejaban del combate. Quería continuar disparando, aunque fuere de barriga, pero Ugarte mandó a sus hombres que lo transportaran al hospital. Aún fue necesario sujetarlo, porque a la fuerza pretendió levantarse. Cuando un gemido entreabrió sus dientes furiosos, el cirujano Arbaiza le administró una dosis de láudano. No tiene salvación, murmura el médico. Ríos observa la penumbrosa faz del General Buendía y como un viento marino refresca la inaguantable fiebre que lo consume. Cuatro horas había combatido cayéndose a pedazos. Tanto caminar y para qué. Para ir llegando a un fondo hediondo, el apurado abombamiento de la gangrena, a este sitio de paso que jamás sospechó sería final de su camino. Sufría sin sufrir del todo, alejado de lo real por el potente sopor de opio y sin embargo se conserva alerta, su propio espectador sobresaltado por lo oscuro que lo avanza interiormente. La estúpida curiosidad de Buendía le causó una irritación que estropajosamente quiso expresar, a lo que respondió el cirujano mojándole labios que parecen de papel. Sí, claro, allá, los chilenos. Como un cavernoso rumor de agua, la voz del cura canturreando la extrema unción lo adormeció. 

- ¡Tenemos que envolverlos! ¡Ahora! –Cáceres intuye el insoportable cansancio de sus hombres. 

- Deme el Dos de Mayo para flanquearlos –herido de un balazo, curado de prisa y vuelto al frente. Recavarren oía a los cusqueños de Fajardo abriéndose paso a tiros por el costado chileno. 

- Que ataque hasta el último hombre –Cáceres infló su poderoso pecho con el pestilente aire de batalla. ¡Corneta! ¡A degüello! 

- ¡Viva el Perú! 

¡A degüello! ¡A vida o muerte! ¡A todo o nada ahora mismo! El sonido de las cornetas espantó al enemigo. Los peruanos se avientan por toda la línea y por los flancos a la bayoneta, a pecho abierto, a morir qué mierda. ¡A degüello! Cáceres los envolvía por la izquierda, sacándolos de sus escondrijos a punta de cuchillo. El Zepita se dio la mano con los Cazadores del Cusco. Más allá, cargaron juntos el Iquique y los Cazadores de la Guardia. La arremetida final deshizo filas chilenas. ¡A degüello! La columna de Arteaga se desordenó retrocediendo a la altura de San Lorenzo, como si allí quisiera resistir a tan furiosa infantería. Silbantes muertes surcan el aire en demanda del corpulento coronel que ordena a la carga, a la carga, a la victoria o a la muerte. Los ejércitos se acometieron con ferocidad definitiva. Unos a otros se clavan la bayoneta y se disparan a quemarropa. A cuatro, a tres pasos se fusilan, se degüellan, se mutilan y aplastan a culatazos. Si nadie retrocede, si ninguno se da por vencido, aquí morirán todos. 

Siete horas después de empeñar combate, el coronel Andrés Alfredo Cáceres supo que había vencido. Los chilenos huían al sur. Como en la mañana, muchos arrojan rifles y mochilas para salvarse rápido. 

Las tropas de Bolognesi habían dispersado al 2° de Línea y a los 270 Cazadores de refuerzo estacionados en Huarasiña. Luego de capturar dos cañones más, los hombres del Ayacucho N° 2 y el Arequipa echaron al enemigo hasta la pampa del Isluga. 

Por el horizonte aparecían el Batallón Puno N° 6 y los Cabitos llamados por Suárez desde Pachica. Tres descargas de fusilería apuraron aún más la derrota chilena. Desde Huarasiña, los artilleros peruanos se entretuvieron disparando los cañones Krupp contra sus dueños. 

Ganamos. Cáceres contempla la inmediata desolación que lo rodea. No se sintió con fuerzas para enfriar el entusiasmo de sus jóvenes oficiales. Ganamos qué. Si seguíamos jodidos, peor ahora que antes. Con sólo cinco cartuchos por cabeza, con trescientos heridos propios, sin provisiones ni indispensables medicinas. Ahora a desandar el camino en una dirección triunfante y en otra al rápido atardecer bajo el cual contabilizan las tremendas pérdidas humanas de esa batalla. Si tuviesen caballería habrían tomado no menos de mil quinientos prisioneros. Mulas o asnos servirían para recoger espléndidos comblain regados por todo el campo de batalla y por la pampa. Y para arrastrar esos ocho krupps, seis de los cuales son modelo 1878. Mierda, si hubiese un buen general al frente. Vamos muchachos. Los vivos a seguir viviendo. Aquí, allá, las rabonas husmean deshechos campamentos chilenos con sus mochilas alineadas, cajas de flamantes municiones francesas todavía sin destapar, sus buenas tiendas de lona inglesa sin desplegar, sus cantimploras alemanas colmadas de agua salitrosa o de fuerte vino del sur. Desfilaba el Zepita a las seis de la tarde en busca del pueblo que purpureaba iluminado oblicuamente por un sol que los vapores del Tamarugal hacen crecer como un ojo pegado a una lupa. Grande y oscuro sol, casi color borgoña, opaco sol: Cáceres lo miró rencorosamente. Vete de una vez, acaba con este día. Una violenta jaqueca latía por las sienes del coronel. El rango obtenido a lo largo de una vida en la puntillosa milicia provinciana, con sus querellas civiles y sus batallitas sin importancia, se había transformado en otro que pocos pueden compartir: rango de vencedor ante un enemigo verdadero. El confiado sosiego de haber combatido de pecho a los fusiles adversarios y estar de vuelta, de haber sido más fuerte que el miedo, más hombre que nadie lo sostenía en esta hora de súbita decepción y amargura. Ganamos qué, carajo. Cómo arrastrarán los cañones capturados, cómo se llevarán a sus heridos. Muerto Zubiaga en vano, también Juanito y Pardo Figueroa. Muertos todos para seguir retrocediendo. Los chilenos han de volver en masa, a tomar venganza. Si pudiese recoger todo el armamento enemigo, su parque y provisiones, su excelente artillería, si lo dejasen reunir a lo mejor de los batallones nacionales y evaporarse unas semanas a la cordillera, volvería Cáceres con una fuerte columna a atacar a los chilenos por retaguardia. No importa la pausada autoridad que desde hoy habita en el vencedor de Tarapacá, carecía de mando decisivo. Todos obedecieron sus órdenes a la hora del peligro supremo. Ha sido el más fuerte, el número uno. Ahora, de lento regreso a la capital de provincia, vuelve a ser coronel a secas, ni siquiera el más antiguo. Ganamos qué. La vida muchos. El honor, hasta los muertos. Pero de ningún modo la guerra. Recuerda la alegría del niño persiguiendo mariposas blancas por la campiña ayacuchana. Esa misma criatura lo acompañó hasta la guerra con jóvenes galones de teniente, sólo para llegar a destiempo de la victoria, a esta mala hora del proyectil incrustándosele en el pecho. Ganamos qué, Juanito. Tendré que darte apurada sepultura. Los muertos a morir. ¿Tú crees que lleguemos, mi coronel? Respetuosamente lo llamaba mi coronel a todas horas, como si jamás lo hubiera subido a su regazo. Porque en las confusas contradictorias proles ayacuchanas, de potentes padres a quienes dos o tres consortes no bastaban, para aquel niño su hermano Andrés había sido héroe mucho antes de 1879: era el invicto peleador, hondero capaz de derribar a una torcaza en vuelo, el enfrenador de chúcaros, el mejor de todos, Juan lo creía inmortal. La milicia añadió cicatrices a su rostro de facciones tan definidas que parecían acuchilladas, hechas a punta de navaja en su pellejo curtido por una perpetua intemperie. ¿Crees que ganemos, mi coronel? Juan Cáceres necesitaba de la convicción de su hermano mayor. Porque él solo no bastaba para vencer en una batalla. Y el coronel asentía falto de palabras para explicar cuánto le hubiera querido enseñar. Había que aceptar la muerte y a la vez esquivarla, proponérsela al enemigo como única alternativa y no ceder, es decir, morir furiosamente a la primera equivocación, rodeado de hombres dispuestos a lo mismo hasta averiguar si tu enemigo es capaz de igualarte. Tenías que atacar primero, no importa el tamaño del adversario, e ir de frente a la garganta, de modo que supiera que sólo matándote primero te podían detener. ¿Y de qué te sirven ahora fusiles o cañones? Balbuceante pequeño que perseguía mariposas creyendo posible la amistad con los insectos, lejana ingenuidad de sus ojos puros, mi hermano muerto. Y después, la noche gimiente, la pesadilla que no acaba. El coronel esquiva cadáveres, tropieza con cuerpos velozmente endurecidos, helados semblantes a la azulada luz de una luna casi llena. Caminos, malezas, chacras, todo lleno de quietos racimos humanos. ¿Quiénes no volverán? Ni siquiera conocen cuántos han muerto. Hoy desayunaron mote con charqui entreverados con los sobrevivientes y aún no se sabe sus nombres y apellidos. Los muertos se han arrastrado por aquí, dejando una huella de tripas y sangre, o se han revolcado en su agonía sin agua ni camilleros o han clavado sus uñas en la tierra para huir unas pulgadas o como metiéndose dentro. Y han expirado unos sobre otros, rostro contra rostro entre enemigos, escupiéndose el aliento que termina, odiándose con la última mirada. Pero la noche también se llenaba de lamentos. Los que no han terminado de morir piden ayuda. Caídos en hoyos, derribados tras tapias impenetrables suplican unos sorbos de agua o el algodonoso sueño de caritativos opiáceos o la extrema generosidad del tiro de gracia. Siguen muriendo con humeantes tripas que pueden tocar con sus manos y también fracturados o sumidos en el pausado desmayo de largas hemorragias y del norte o del sur se acercan visiones de hijos detenidos en la edad del adiós, lactantes cuyas voces ya no conocerán, tibias carnes y respiraciones a las que infectaron con el milagro de la vida sólo para abandonarlas a su suerte a mitad de un siglo inhumano y terrible. Los feroces combatientes de hace un rato se apagan entre súplicas y quejidos, invisibles para las fatigadas tropas que arrastran los pies en busca de Tarapacá. Peruano o chileno, nadie será auxiliado durante esta noche. 

Felicita a jefes y oficiales, se acerca con una pierna y una cabeza de carnero a los chilenos capturados durante la batalla, compone su uniforme, convoca al alcalde, pregunta la posición exacta de sus divisiones, opina que es necesario pasar inmediata revista de comisario, vuelve a visitar con doliente expresión al coronel Ríos, solicita un lamparín y papel y pluma, tinta de la escuela para escribir una proclama, destruye tres borradores, acepta un café y unos sorbos de plebeyo coñac “Guardia Urbana” obsequiado por el burgomaestre, pasea el pueblo, sonríe a los soldados que vuelven, pregunta al jefe de Estado Mayor General qué sucedió, dice que todos se portaron como valientes, examina el estandarte arrebatado a los zuavos, exhibe numerosos gallardetes chilenos, indaga por sus ayudantes, recomienda al cura una misa mañana temprano, está de acuerdo en que deben retirarse pronto de Tarapacá, al fin siente que ha vencido una vez en la vida el General de División Juan Buendía. 

En crudo cosieron la cabeza del coronel Ugarte. 

No hay rancho para los vencedores. 

Ni un reseco trozo de charqui de llama, ni un puñadito de cancha, ni un pedazo de galleta, ni un caldo de habas y papas, ni un cocimiento de hojas de coca, nada calienta el estómago de los sobrevivientes que deben ir por compañías a llenarse de agua con el rostro hundido en el río sanguinolento. 

Después se supo cuántos han caído desde las ocho y media de la mañana. Muertos un coronel, dos comandantes, dos mayores, seis capitanes, dieciséis tenientes y subtenientes. Y malheridos dos coroneles, dos comandantes, ocho mayores, diez capitanes, siete tenientes y catorce subtenientes. Muertos 236 peruanos y 337 heridos y 76 desaparecidos. Tomaron 59 prisioneros al enemigo. La fuerza que los atacaba por sorpresa hace trece horas, se ha dispersado luego de sufrir 758 bajas. 

Al menos enciendan fogatas para calentarse. No hay temor de otra batalla por ahora. La división de Justo P. Dávila vigila la pampa de Isluga. 

Al principio del combate éramos escasamente 3,000 hombres de infantería, batiéndonos con una fuerza de 5,000 dotada de las tres armas y provista de todos los elementos de guerra, escribe, relee, se muestra satisfecho, sonríe el General Buendía. 

Solo hay seis mulas en todo Tarapacá, ¿qué quiere usted coronel, que llevemos esos cañones a pulso hasta Arica? Suárez contiene un gesto de impaciencia. No le pidan milagros, suficiente ha sido acabar vencedores este 27 de noviembre. Con ronca voz el veterano Bolognesi protestó. ¿Quiere usted decir, mi coronel, que vamos a abandonar esos krupps tan valiosos? 

Y también dejarán a los heridos que no puedan caminar o resistir la terrible marcha que los espera: seiscientos kilómetros por la cordillera o curvándose por el desierto para evitar toda aproximación del enemigo. 

Escuche, mi coronel, aquí no hay rancho y donde vivaqueron los chilenos se puede recoger raciones secas para cuatro días. También Cáceres habló con voz ronca, la garganta adolorida por siete horas de proferir órdenes tonantes. Hemos perdido nuestra propia impedimenta pero es posible reunir acaso mil abandonadas mochilas enemigas. Hasta una ambulancia militar quedó intacta cerca de Huarasiña. Varios centenares de rifles comblain o grass de repetición, cofres con municiones y explosivos, necesarios quepís con tapacuello, carpas y cantinas conforman el rastro dejado por los vencidos. Y el peruano es un ejército de mendigos, sin botas, ni chaquetas, ni víveres. Los batallones mejor provistos tienen quince cartuchos y hay cuerpos que ya sólo podrían combatir a la bayoneta. Era responsabilidad del Estado Mayor General recoger cuanto pudiera serles útil para emprender después la retirada. 

¿Es posible que sólo queden seis mulas? ¿Qué se hizo de la esforzada caravana que partió de Pozo Almonte? 

En estas condiciones hemos alcanzado la victoria, poniendo al enemigo en vergonzosa fuga, sigue escribiendo, fuma un partagás, rasca su barbilla, se siente a salvo del desastre de San Francisco el General Buendía. Nuestras armas vencedoras han comenzado la reparación que nos debe Chile por sus injustas agresiones; el triunfo acompaña a la justicia y el honor militar a nuestro ejército. 

Los jefes reunidos en consejo escuchan en respetuoso silencio al coronel Cáceres. Los chilenos en fuga tardarán al menos dos días en encontrar al resto de su ejército. El mando enemigo no sospecha su derrota. Es tan difícil para ellos como sacrificado para los peruanos moverse por el Tamarugal. Hay que descansar, pasar rancho, recoger a los heridos de ambos bandos, dar sepultura a los muertos. Con su propia maltrecha División provista de armas y abundantes cartuchos enemigos y los ocho krupps manejados por artilleros nacionales, Cáceres promete detener en este desfiladero a todo el grueso del enemigo, si se presenta inesperadamente, hasta que el resto de las divisiones peruanas se hayan alejado ordenadamente por la ruta de Arica. 

Suárez no dijo ni sí, ni no. Ahora, a descansar. Mañana decidirán cuándo partían. Gracias por su consejo, caballeros. 

Las tropas dormían con quietud de difuntos. Gruesas fogatas calientan a los agotados trapientos vencedores que desde la víspera sólo comieron un poco de mote con charqui. 

Media hora antes de medianoche, se propagó la orden sorpresiva: ¡En marcha! ¡Chilenos en la quebrada! 

Cuando Cáceres salió de la habitación de adobe donde dormía, las tropas rompían a golpes los chassepots sobrantes. Un animoso pelotón conseguía desbarrancar dos krupps tomados al enemigo. 

¿Chilenos en la quebrada? ¿Y no ha dado avis la gran guardia establecida en las alturas? No se oyó un solo disparo de la Vanguardia dejada al comienzo de la quebrada y frente a la pampa de Isluga.

Orden de arriba, mi coronel. Ya desfila ebria de sueño la División Bolognesi. Ahora escoltado por sus ayudantes y algunos jefes. Buendía parte a caballo en demanda de Pachica. Dirige la retirada Belisario Suárez, cuya súbita inquietud convenció a Cáceres de hallarse verdaderamente en peligro. El Zepita tuvo tiempo de cambiar exhaustos chassepots por comblains, aunque faltó tiempo para recoger todos los cartuchos que quisieran. Muchos de sus hombres cargan dos y hasta tres rifles a la espalda. Pero a la tropa de Bolognesi se le agotaron las balas y Fajardo informa que a su batallón le quedan menos de seiscientos tiros. Este ejército ya no tiene cómo defenderse de otra sorpresa. ¿No se enviará exploradores antes de apurar la retirada? La idea de insubordinación tentó a Cáceres. Sin embargo, ordenó a sus batallones que se levantaran.

Tres mil ochocientos vencedores de Tarapacá emprendían de noche y en ayunas el interminable éxodo en busca de Arica. A la raleada y temerosa población civil de Tarapacá, que volvía de los cerros cuando terminó la batalla, se encomendó el cuidado de los heridos que yacen en la iglesia y la municipalidad, también la búsqueda de sobrevivientes cuando el sol ilumine de nuevo las breñas. Pero esos agricultores a quienes habían confiscado alimentos y ganado, se esfumaron hacia la sierra tan pronto el último batallón peruano abandonó el pueblo. Atrás quedaban los héroes que no pueden caminar debido a sus heridas, seis cañones, casi setecientos cadáveres insepultos. En tan precipitada movilización estimulada por el falso aviso que un arriero sopló en las orejas del Estado Mayor General, se olvidaron de dos cajas de cartuchos rémington y de los escasos víveres reunidos para el próximo desayuno.

Hoy, Cáceres chacchaba igual que su infantería, y la coca es dulce en su paladar, de buen agüero, como creen los doctores quechuas. Mientras bajan por un retorcido abismo hacia el villorrio de Sotoca, por primera vez comprende el coronel que sus tropas siguen dispuestas a luchar, que no están vencidas. Eso habíamos ganado, carajo: el derecho a seguir en guerra, orgullosamente puestos a prueba, y juró ante Dios jamás darse por derrotado mientras hubiera chilenos en el Perú y le alcanzara la vida. Como en todas las guerras, solo un puñado de hombres no vacilará en las horas más negras, ante la adversidad que se anuncia definitiva. Prometió ser uno de ellos. ¿Se rendirá usted, Recavarren? No, mi coronel. ¿Está bien seguro? Ese hombre que no había dejado de combatir desde Pisagua, reflexionó con sincero silencio. Estoy seguro, mi coronel, ¿por qué me lo pregunta? El ojo de cristal de Cáceres relucía inmune al polvo levantado por la columna. Porque yo no voy a rendirme nunca, Recavarren, y es mejor que nos vayamos conociendo. 

Coronel Andrés Avelino Cáceres 



Fuentes:
Throndike, Guillermo - "El viaje de Prado", p, 192 - 213

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