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Angamos, 8 de octubre

Extracto de la novela “El viaje de Prado” de Guillermo Throndike

A la una y veinticinco de la mañana del 8 de octubre, el Almirante avistó las luces de Antofagasta. El gran campamento enemigo dormía. A la luz de la luna el teniente examinó el muelle: ni rastro de pertrechos. Tampoco hay transportes chilenos, ni tropas vivaqueando en la explanada o a la espera de embarcar. Cumplen siete días sin ver buques de guerra enemigos.

En el puente, Grau escuchó el informe con rostro inexpresivo. Sospechaba. Paseó de babor a estribor acosado por premoniciones. Su locuacidad del mediodía cedió a un sombrío humor a la hora de la cena. Olvidó iniciar la conversación en la mesa de oficiales, así que todos comieron en silencio, de reojo atentos a la tristeza del Almirante. Ahora enfocó su catalejos y confirmó la indiferente calma del cuartel general chileno.

- Dios no lo quiera –adivinó- caímos en la trampa. ¡Señor Aguirre, a toda fuerza y al noroeste!

- ¡Redoblen guardia de vigías! -Grau disparaba órdenes mientras sus sentidos se tensan a la vista de ese horizonte plateado por el resplandor lunar. Melitón… ¡listos para forzar máquinas!

- ¡Humo a estribor! –gritó un vigía.

- ¡Tres buques, Almirante!

- ¡Avisen a la “Unión”!

El telégrafo óptico parpadeó señales.

BUQUES ENEMIGOS

- ¡Al oeste! –por fin Grau había cometido un error. Los chilenos estuvieron esperándolo pegados a la costa. ¡Sala de máquinas, quiero sesenta revoluciones!

Los buques enemigos le cerraban el paso al oeste y al norte. Tuvo que virar al suroeste.

Veintiséis libras de presión -bufó Wilkins. Ojalá no revienten esos tubos casi obturados por sales y el calcinamiento de tres meses de campaña. A las cuatro de la mañana la hélice alcanzó sesenta revoluciones.

- ¡Oeste! –ordenó virar otra vez.

La “Unión” se pegaba al monitor para ocultarlo de los buques chilenos.

- Es un blindado, no hay duda –informa Ferré. Los otros parecen la “Covadonga” y el “Matías”.

- ¿Podría ser el “Cochrane”? –se preocupa Grau. Ha de andar doce nudos después de su reparación en Valparaíso.

- Me parece el “Elefante Blanco”, señor –interviene Palacios.

- Distancia, cuatro millas –anuncia Aguirre.

La “Unión” fabrica una espesa cortina de humo negro. Cambió rumbo al sudeste y luego al sur. García y García exigía el máximo esfuerzo a su máquina. Se exhaló a casi doce nudos.

- ¡Mordieron! –Ferré vio que los chilenos perseguían a la corbeta mientras el blindado se aleja hacia el oeste.

Sopla viento fresco del sur, desfavorable para la marcha del monitor. García y García siguió arrastrando a los chilenos hacia la costa. Ahora el “Huáscar” ponía rumbo al norte, a favor del viento y las corrientes.

- ¿Velocidad?

- Diez nudos, señor.

Pronto habrá aclarado completamente. La “Unión” continuaba su paseo haciendo humo frente a los chilenos. El último amanecer y no lo saben. Muertos inminentes permanecen en sus puestos de combate. Miguel Grau los sacará de cualquier aprieto.

¡Escapaban! No importa la luz que llega brumosamente, avanzan más rápido que la primera división chilena que al fin descubrió el engaño y cambió de objetivo. Palacios calcula que traen una marcha de seis a siete nudos.

- Son sus buques más lentos -comentó Ferré. Reconocía claramente al “Blanco Encalada”. La corbeta peruana voló a ponerse a babor del blindado.

- ¿Sostenemos la marcha en sesenta revoluciones, señor? -indagó McMahon en el puente preocupado por el calamitoso estado de sus tuberías.

Las cinco y cuarenta de la mañana.

La primera división enemiga quedaba atrás.

- Disminuyan velocidad –concedió el Almirante. Cincuenta y dos revoluciones.

Se ve tierra como algo gris, remotamente sólido. En toldilla, la infantería de marina contempla a los chilenos quedándose atrás.

- ¡Chis! –rió Rentería.

Las siete y quince de la mañana.

- ¡Humo a la vista!

Qué ganas de vivir o estar en casa. Grau dirige sus binoculares al noroeste. La neblina impidió que identificara al buque. ¿Chileno? ¿Inglés? Venía a su encuentro a toda máquina.

- ¡Son tres buques, señor!

Se cerraba la trampa.

- ¡A toda máquina! –tronó el Almirante. ¡Diez a estribor!

BUQUES ENEMIGOS

Parpadeó el telégrafo de la Unión. García y García creyó identificar a la segunda división chilena, integrada por sus buques más rápidos: “Cochrane”, “O’Higgins” y “Loa”. Calcula el comandante Salaverry que de no haberse distraído en Antofagasta, habrían pasado lejos de la primera división a las once de la noche, a treinta millas de Punta Angamos en la madrugada y a veintitrés millas al norte de la segunda división al romper el día. Uno de los buques chilenos tomaba la delantera por el noroeste. Salaverry reconoció sus cofas blindadas.

¡El “Cochrane” a la vista a diez millas!

- El General Prado ha ordenado no entablar combate a menos que no se pueda escapar- dijo García y García a sus oficiales reunidos en el puente. Mostró el pliego de instrucciones. Si se separan del “Huáscar” pueden emplear la velocidad de la corbeta para dividir la formación enemiga y perderse rumbo al norte. Los oficiales estuvieron de acuerdo. Muy bien, suscribiremos un acta con el acuerdo de esta junta… ¡A toda máquina!

La “Unión” maniobró a popa del monitor, ganándolo a toca penoles por estribor.

García y García y del Portal oyeron los tambores del “Huáscar” redoblando ataque. A veinte metros de distancia vieron a los jefes del puente: Grau, Aguirre y Gárezon. El blindado se prepara para el combate. Se decían adiós solo con la mirada. Nadie alzó una mano, nadie agitó su gorra. Tampoco el Almirante aparta los ojos de sus camaradas. Se le veía macizo y silencioso, recubierto de una terrible soledad del mando en el momento de las decisiones sin retorno. No movió un músculo mientras su vieja “Unión” pasaba al costado del monitor a doce millas por hora. Elegía entre la vida y la muerte. Adivinaron su decisión: combatir hasta el fin. Su pequeño blindado con dos anticuados cañones de 300 y dos de cuarenta contra doce rápidos modernos Armstrong de 250, seis de 115, veintiocho de otros calibres y siete ametralladoras navales Nordenfeldt. Navegaba el “Huáscar” a sesenta revoluciones pero no basta: el “Cochrane” vuela a interceptarlo.

McMahon subió al puente para observar la posición del enemigo.

- Cuatro revoluciones más –pidió Grau.

- Haré lo posible –prometió el primer maquinista.

En la sala de máquinas se inflaron las calderas. ¡Treinta libras de presión! ¡Sesenta y cuatro revoluciones! Nunca habían exigido tanto al veterano “Huáscar”. Si los fondos no estuvieran inmundos, con 7 pulgadas de vacío y buen carbón de Cardiff esta mañana andarían más de doce nudos.

- Su espada, señor -Alcíbar miró gravemente al Almirante.

- Si es preciso, trasladaremos el hospital a la sala de máquinas –decidió Tavara.

- ¡Viva el Perú! –bramó el contramaestre Dueñas.

- ¡Cinco mil doscientas yardas! –rochón en mano, sentado encima de la torre de combate, las piernas colgando fuera, Palacios anuncia la distancia que los separa del enemigo. Brilla por fin el sol sobre la cordillera, pero sin evaporar totalmente la neblina. La tripulación vitoreaba al taciturno Almirante. ¡Cinco mil yardas!

Si mantienen el mismo rumbo, los dos buques peruanos quedarían aconchados.

- ¡Todo a estribor! –gritó Grau. ¡Hasta la vista, compañeros! ¡Cumple las órdenes y sálvate, “Unión”!

Viró el monitor bruscamente a tierra. Ahora no podrá el blindado encerrar también a la corbeta, que quedó libre con rumbo al norte. El Almirante vio al “Blanco Encalada” a su verdadera máxima velocidad de casi diez nudos. El comodoro enemigo Galvarino Riveros mandó ir despacio para que Grau, suponiéndolo averiado, no forzara su marcha. La primera división chilena se limitó a empujar a los peruanos al encuentro de la segunda división.

- ¡Cuatro mil yardas! –se oyó a Palacios.

Los habían acorralado.

“Real Felipe” frunció la bemba. Perú carnicero, Patria cruel y presuntuosa: lo había maltratado desde la infancia. Esclava su madre, esclavos sus abuelos. Sus antepasados repartidos en haciendas de algodón y caña, subastada su sangre, al mejor postor la propiedad de sus sueños. Pero él había crecido libre en pestilentes tugurios del puerto. Su enorme musculatura alimentada con sudado de bonito y vísceras de sangre de buey se hinchó mientras se ponen a tiro del enemigo. Cambió miradas con Santos Beltrán y el soldado Talavera que ayudan a servir la ametralladora.

- Usted es un muchacho, váyase de aquí –dijo Rentería. Nosotros podemos disparar solos.

Tizón sonrió.

- Gracias, zambo. Este es mi lugar.

Rentería sintió admiración por el aspirante de quince años.

- Bueno pues, ¡qué diablos! ¡También es el mío! ¡Muchachos, de aquí nadie baja avergonzado!

- ¡Tres mil yardas! -gritó Palacios todavía sentado encima de la torre.

- ¿Podrás pegarle al puente? -el comandante Elías Aguirre asoma por una tronera junto al cañón de la derecha. No vale la pena golpear su blindaje a esta distancia.

- ¡Difícil! -murmuró Santillana, a cargo de la pieza. Casi han agotado sus proyectiles de segmento. Pronto tendrán que usar los sólidos.

- ¡Dos mil ochocientas yardas! -Palacios no se movía de su observatorio.

-¡Batallón Ayacucho, a estribor! -gritó el mayor Ugarteche dominando el redoble del tambor. ¡Constitución, a babor! ¡Cubrirse bien!

- No puedo hacer puntería por elevación, comandante. Tendrá que ser tiro directo -dijo Santillana.

El Almirante contempla llegar a su enemigo con las baterías en silencio. Tal vez crean que ha decidido estrellarse contra la roca Angamos. Dio un vistazo a la “Unión” que seguía escapando, ahora perseguida por la “O’Higgins” y el “Loa”. Nada más vivió para llegar a este día y a este lugar en el puente de mando del "Huáscar". Rendirse, todavía. O seguir derecho, a naufragar contra escollos que se acercan. Dentro de su cráneo rebotan visiones. No importan sus deseos de vivir o su tristeza, ahora sus hombres son el Perú. Doscientos cuatro harapientos desesperados sin desayunar ni afeitar, zambos y oficiales e inmigrantes y cholos de toda la costa: he aquí a la Patria. Muchos sucumbirán sin haber recibido el pedido urgente de un par de zapatos por quintuplicado siempre, o sin cobrar alcances y socorros por toda la maldita guerra. ¡Cuántos meses perdidos en escribir solicitudes que no fueron atendidas!

- ¡Dos mil trescientas yardas!

- ¡Quince a babor! -ordenó el Almirante. ¡Fuego!

Las 9 y 25 de la mañana.

Fracasó el disparo. No importa. Grau espera que a su vez guiñe el “Cochrane” a cañonearlo en andanada, abriendo así la última oportunidad de zafar hacia el norte. Pero el acorazado chileno mantuvo su rumbo inalterable.

- ¡Todo a estribor!

- ¡Mil quinientas yardas!

- ¡Presión 30 libras! –leyó McMahon. El "Huáscar" evoluciona a 10 3/4 millas por hora, estorbado por lapas, caramujos y piojos de mar que forman una costra bajo su casco. 

-¡Mil yardas! -Palacios veía crecer el alto blindaje del Cochrane. ¡Apunten bien! ¡No desperdicien granadas!

- Le entraremos al espolón -el Almirante parecía morderse a sí mismo. ¡Todo a babor! ¡Mantengan fuerza al máximo! ¿Distancia de la otra división?

- “Blanco Encalada” a cuatro millas -dijo Ferré.

- ¡Quinientas yardas!

- ¡Todos a cubierto! –gritó Grau empujando a Ferré a la torre de mando.

El blindado giró en redondo para embestir al enemigo. El “Cochrane” descargó dos cañonazos antes de esquivar al monitor.

- ¡Baja de ahí, Enrique! -gritó Aguirre-

- ¡Cuatrocientas setenta y cinco yardas!

- ¡Baja, te digo! ¿Quieres hacerte matar?

- ¡Trescientas yardas! -ahora Palacios se zambulló en el cubichete. ¿Cuál es mi sitio?

- A la plataforma de servicio -ordenó el segundo jefe. Santillana, a la plataforma inferior.

- Sí, mi comandante.

- “Blanco Encalada” a tres millas.

Tizón barrió la cubierta chilena y le contestaron las Nordenfeldt. Un calor se esparce por el cuerpo del aspirante mientras todos los colores se transforman en intensidades de gris.

- ¡Viva el Perú, muera Chile! -gritó el sargento 1º Retes cuando las balas del “Cochrane” astillaron cubierta, se irguió en toldilla. ¡Fuego! ¡Fuego a discreción!

La atrevida maniobra de Grau para hundir su espolón en la obra muerta del blindado fracasó cuando el “Cochrane” pareció clavarse en el océano y girar sobre sí mismo usando la ventaja que le daban sus dos hélices para virar sesenta grados a babor. A doscientas yardas, Melitón Rodríguez ensayó un tiro directo.

- ¡Fuego!

El proyectil rebotó en la coraza del “Cochrane”.

¡De nuevo al espolón!

Dos explosiones sacudieron al "Huáscar".

- ¡Estamos sin gobierno! -se oyó gritar a Carvajal desde la rueda de combate.

Una granada deshizo el guardín de babor, rompiendo por ese lado la conexión entre la rueda y el timón. Otro proyectil abrió el blindaje a proa y estalló en el sollado.

- ¡Aparejos, rápido! -replicó el Almirante. Conoce las mañas del monitor: ahora girarán sin pausa a estribor.

Carvajal resbalaba sobre charcos de sangre en la cámara de Oficiales. Los cirujanos cosían o atontaban con narcótico a los heridos. Cocinero, calafate, carpintero, grumetes, bocafragua siguieron al secretario de Estado Mayor a popa. Por allí empezaron a anudar expertamente un aparejo de emergencia que moviera el timón a fuerza de brazos.

- ¡Mejor nos diesen piedras! -borbotó Rentería exasperado porque sus balas rebotaban en el blindaje de las cofas enemigas. Las malditas Nordenfeldt tiroteaban a la ametralladora peruana. A diferencia de los chilenos, Rentería no puede protegerse tras una coraza. A su costado se chorreó mugiendo el soldado Talavera. De las piernas de Santos Beltrán brincó un surtidor de sangre. 




- ¿Está usted bien, señor Tizón? -Rentería recuperaba su tamaño.

- ¡Hazles torniquetes, zambo! ¡Apúrate! ¡Munición, pronto!

Carvajal inspeccionó el aparejo de poleas. Dos filas de hombres tiraban de los cabos. Corrió hacia el puente.

- ¡Listo el timón!

Los tiros chilenos habían desgarrado la bandera del "Huáscar".

- ¡Icen el pabellón y al ataque! -Grau calcula una doble maniobra para sorprender al acorazado con su espolón. Sacaba medio cuerpo fuera de la torre de mando. Prefiere combatir a pecho descubierto, de acuerdo con la tradición de Nelson.

- Ferré corrió hacia el mástil.

- ¡Máquina a toda fuerza! 

Subía la bandera. 

- ¡A estribor!

- ¡Viva el Perú! -gritó Ferré con la gorra en la mano.

El “Cochrane” volvió a descargar sus gruesos cañones. 

Las 9 y 55 de la mañana. 

Ojos puestos sobre la esmaltada superficie azul, vitalicios recuerdos, pulsante querella de cuanto se obstinaba en combatir, huesos fusibles, sus partes en asamblea, sus jugos en reunión reconocieron la magnitud del estampido. He aquí el puntual empedernido proyectil. Se fue deslabonando en gotas, disgustado por la súbita anarquía de sus dientes que chirriaba al incrustarse en el blindaje. Antes de que lo impermeable trasvenara su sangre y que olores oceánicos sustituyeran el hedor de su propia carne abrasada, antes de que lo escarbaran esquirlas y a borbollones se descoagulara gasificándose, antes de que la granada Palliser demoliera la blindada torre de mando desintegrando su tronco y su cabeza y sus dos brazos y una pierna para espolvorearlo sobre las aguas de Angamos, el Almirante ordenó entrar al espolón.

Un cuerpo intacto cayó de la torre y el entrepuente se llenó de humo y de escombros.

Nadie vio desaparecer al Almirante.

De la roda al codaste sufrió el "Huáscar". Escapes de vapor gemían en la chimenea. Dueñas miró desconcertado en derredor suyo. El monitor se quejaba. Aquella voz, entre gruesa y lastimada llamaba al Almirante. Deshechos los guardines, el buque navega sin gobierno. Regresó sobre sus aguas, describiendo círculos cada vez más cerrados, como si el espolón husmeara el rastro del señor Grau. Exactamente siete años y once meses ha sido su jefe. Balazos chilenos perforaron la chimenea y tubos modificando el gemido del vapor que exhalan las calderas, como por una tráquea. Su ululación oprimió el ánimo de los guardianes. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué se lamenta el "Huáscar"?

- ¡Señor Carvajal! ¡Mi comandante! -el mayordomo Pineda se abrió paso a popa apartando heridos. ¡Ha muerto el Almirante, señor Carvajal!

Por la estrecha penumbra del interior del “Huáscar” cargaban el cadáver de un oficial.

- Póngalo aquí –gritó Távara.

El cirujano Rotalde acercó una vela.

- Es el teniente Ferré.

- ¿Y el Almirante? –Távara examina el cuerpo del teniente. Reventó por dentro. Dicen que el mismo proyectil mató a Miguel Grau. Llévenlo al camarote del primer jefe.

Alazos negros, como si encima suyo hubiera pasado un corpulento pájaro, sobresaltaron a Rentería. Miró al cielo y su vista se perdió por un infinito despejado. Luego miró la cubierta humeante bajo la cofa y descubrió la enorme llaga negra abierta por la explosión en el puente.

- ¡Vea usted, señor Tizón!

- ¡Almirante! ¿Dónde está usted, Almirante? –las manos de Carvajal empujaban la humareda por el entrepuente. ¡Miguel, por Dios! ¡Responde, Miguel!

- Voy por proyectiles –Rentería se desliza a cubierta.

- ¡Cuidado, zambo!

Rentería se contoneó esquivando balazos. Había caído en el flanco amenazado. Consiguió llegar al puente. Encontró a Isidro Alcíbar removiendo ruinas en busca del Almirante. Lo contempló arañar carbones mientras cambiaban cañonazos con los chilenos a 200 yardas.

- ¿Dónde está el Almirante? –“Real Felipe” sacudió al ordenanza. ¿Lo han llevado al hospital?

- ¡Rentería! –rugió el guardián Ríos. ¡A su puesto, carajo!

Las 10 y 03 de la mañana.

Carvajal atravesó cubierta. En la batería, José Melitón Rodríguez consiguió mover su cañón. No pudo hacer puntería. ¿A dónde diablos va el “Huáscar”?

- ¡Comandante Aguirre! –Carvajal estaba tiznado por las explosiones. ¡El Almirante ha muerto! ¡Contráigase usted al gobierno del buque que yo me encargo de la torre!

Oficial de Estado Mayor, Carvajal entregaba el mando de guerra al segundo jefe en la cadena del gobierno a bordo.

Las 10 y 05 de la mañana.

El comandante Elías Aguirre es el nuevo primer comandante del “Huáscar”.

A dos millas de distancia, las cornetas del “Blanco Encalada” tocaban ataque.

Solos en este océano, comandante Aguirre. La suerte de doscientas personas depende ahora de usted. Mandingas crecidos en el Callado, oscuros sechuranos, esbeltos mangaches criados en la playa de Paita, cholos macizos del Batallón Ayacucho, también ingleses y norteamericanos de cabezas amarillas y rostros color jamón, artilleros griegos, mozos de París, filipinos de corta estatura, un batallón políglota cierra filas detrás de esas planchas de fierro, atentos a la decisión que brota de la garganta de Aguirre.

- ¡Al espolón! ¡Villavicencio, Sotomayor! –llamó a los aspirantes. Tendrán que correr por el buque transmitiendo sus órdenes. ¡Que cierren caña a estribor! ¡Toda la fuerza!

¡Muerto el Almirante! Con voz temerosa los tripulantes esparcían la noticia. ¡Grau murió en su puesto de combate! ¡Estamos solos! Doscientos héroes harapientos, con los zapatos agujereados, sin balas para acabar el combate recuerdan a su jefe. ¿Qué será de nosotros? ¡Muerto el Almirante! Quemado, pulverizado, volatilizado. ¡Maldito morbo de pólvora! “Real Felipe” echa otra caja de munición a su espalda y trepa a la cofa. Señor Tizón, mataron al Almirante, señor Tizón. Se fue así, dijo chasqueando los dedos. Recargaron la Gatling. A ratos mira Rentería el puente destrozado, como si aún fuese posible la reparación de Grau. ¡Ahí vuelven los chilenos, señor Tizón! “Real Felipe” miró al cielo como conversando con el Almirante. Fuego, ordenó Tizón. Directo a las cofas, zambo.

Aguirre crecía subiéndose por la torre de combate para observar al enemigo.



- ¡Cinco a babor! –vio el buque chileno a 300 yardas de su proa y gruñó. ¡Lo tenemos, casi lo tenemos!

Viéndose embestido, el jefe del “Cochrane” ordenó a su vez entrar al espolón. Los dos blindados se acometían con todo el poder de sus hélices.

- ¡Cien yardas!

Las 10 y 08 de la mañana.

- ¡Cúbranse! –Aguirre salta dentro de la batería. ¡Vamos, muevan esos cañones!

Un proyectil de acero enfriado horada el blindaje de la torre y estalla contra los muñones y el compresor del cañón de la derecha. La conmoción mató a los artilleros Dunnet y Varnish. El teniente 2° Santillana subía a la plataforma interior cuando el golpazo de aire endurecido lo aventó de espaldas hasta el entrepuente. 

Las 10 y 10.

El teniente 2° sentía los tímpanos aplastados. Una esquirla le cortó su oreja y sien izquierda y la sangre le empapaba el cuello. No recuerda otra cosa que el estampido y al señor Carvajal delante de él, soportando lo peor de la explosión. Le había servido de biombo. Dos tripulantes depositaron sobre el piso a otro oficial cerca de Santillana. ¿Quién eres? Palacios se retorció sosteniendo su quijada con las manos. A borbotones la sangre, a hilachas la lengua, a pedazos el paladar. ¡Maldita guerra! Un pañuelo, quién tiene un pañuelo, alfileres, algo que sirva para cerrar esta mandíbula y seguir combatiendo.

- ¡Fuego!

- ¿Dónde estamos? –jadeó Carvajal palpando el aire. Encontró a Santillana. No veo nada, teniente. Estoy ciego.

- ¡Grumete! –Santillana sostuvo la cabeza del comandante. Tranquilícese, señor.

Los grumetes se acercaron tropezando con escombros y mutilaciones humanas. Siguen atascadas las cigüeñas, piden más brazos para maniobrar los aparejos del timón.

- Lleven al comandante a la enfermería –el teniente se mantuvo de pie con esfuerzo. Y traigan agua para refrescar al señor Palacios. ¡Vivo, vivo!

- Descansa un rato –dijo Santillana a Palacios que por señas se rehúsa a ir al hospital.

Las 10 y 12.

El “Blanco Encalada” cañoneó la popa del “Huáscar”.

¡Otra vez deshechos los aparejos! El grumete Medina anudaba un pañuelo reuniendo la quijada con el rostro de Palacios. Después le mojó el rostro.

Tizón comprimió su pañuelo sobre el pecho herido de Rentería. Ya me fregué, señor Tizón. Calla zambo, ojalá no te dé fiebre. ¿Y cómo se sabe, señor Tizón? Bueno, zambo, dicen que se siente mucha sed… mejor no hables. “Real Felipe” blanqueó los ojos luego de observarse el balazo. La verdad, la lengua se le atascaba de sed. Tres veces se quiso parar a seguir disparando la ametralladora y tres veces se cayó. Agotadas las balas, el adolescente encargado de la Gatling asistía inerme al combate. Miró al “Cochrane” y al “Blanco Encalada” estrechándolos tanto que debieron suspender fuegos para no herirse entre chilenos. “O’Higgins” y “Loa” persiguen a la “Unión” por el horizonte. Pronto solo quedará la corbeta para combatir por el Perú.

Las diez y veinte.

- El cañón está listo –dijo Rodríguez.

Por señas Palacios explica que quiere pelear.

Contempla el comandante Aguirre su deshecho monitor. Casi espera la maciza aparición del Almirante por el puente frotando la solapa del paletó antes de ordenar todo a babor y al espolón. Pañuelo y alfileres componen el apuesto desenfadado perfil del teniente 2° Palacios. Sobre el cañón derecho se apiñan muertos. En la cofa enmudece la Gatling con sus servidores malheridos. A ratos el monitor se vuelve loco. Su imprevista marcha a toda hélice aparta a los chilenos. Le han demolido el timón.

El súbito enmudecimiento de los fuegos enemigos hizo que Rodríguez buscara el pabellón con la mirada.

- ¡Nos creen rendidos! –gritó. ¡Estamos sin bandera! ¡Un valiente que la ponga en su lugar!

Francois Mazé brincó fuera de la batería y corrió a popa. De la cofa goteaba sangre. Tan pronto los largavistas chilenos descubrieron al joven artillero francés izando el pabellón, “Blanco Encalada” y “Cochrane” se movieron a la carga. Ráfagas de Nordenfeldt no impidieron que los colores del Perú llegaran a su destino.

Por las ruinas de popa se huyeron hurras.

Las diez y veintitrés.

Oscura amatista moteada de blanco, este mar frío parece rechazar al sol de primavera que brilla sobre el combate. Costa boliviana a la vista. Sobre las explosiones reman elegantes pelícanos: sus defecaciones despertaron la codicia internacional. 

Otra vez gimieron proyectiles, ahora casi chisporroteando contra el blindaje superior de la torre. El teniente se volvió cuando escuchó derrumbarse a su superior.

- ¡Comandante! ¿Está usted bien, señor Aguirre? –calcula que hay seiscientas yardas. ¡Fuego!

Pero Elías Aguirre no se levantó. Parecía boca abajo, con cabeza hundida entre los hombros. No existe cabeza pegada al cuerpo que sacudió José Melitón Rodríguez.

Las diez y veinticinco

- ¿Comandante Aguirre? –el alférez Ricardo Herrera acaba de reponer los aparejos.

- ¡Yo estoy al mando, alférez! –grita Rodríguez. Respiró profundamente. ¡Haremos un último intento de entrar al espolón, quiero que funcione ese timón!

- ¡Sí, mi teniente!

Al mayor Ugarteche lo tumbó una granada. Al capitán Bustamante también lo derribaron. El capitán Arellano, jefe de la Columna Constitución, asumió el mando de la infantería.

- ¡Traigan munición! –Arellano enfurecía. El monitor erraba en círculos a estribor mientras el enemigo hace puntería calmadamente. No hay artilleros que hagan funcionar la batería, ni disparar la Gatling, ni se oye el traquido de sus rifles agotados. Todos los que bajaron por balas, cayeron en el camino de regreso.

Setenta proyectiles Palliser, dieciséis de segmento, doce de shrapnell, fuego de ametralladoras y rifles, siete intentos de cortarlo en dos con el ariete: y el “Huáscar” sigue moviéndose a toda hélice aunque sin rumbo. Humo en el arrasado puente de mando. Se incendia popa, pero el “Huáscar” continúa zigzagueando o virando a estribor. Los blindados a ratos fuerzan máquina para no despegársele, como si temieran que un inesperado aliento pudiera empujar a su adversario hasta el horizonte. De no haber encontrado hoy al monitor, la invasión de Tarapacá habría comenzado dentro de una semana, convirtiendo a “Blanco Encalada” y “Cochrane” en forzudos buques de escolta. Malaria y disentería postraban a la tropa expedicionaria luego de su largo acantonamiento en Antofagasta y a todo lo largo de Chile se agita el pueblo descontento por el curso de una guerra tan cuidadosamente preparada. La invasión tenía que comenzar aunque el “Huáscar” atacase por retaguardia. El blindado peruano ya no tiene mar libre en ninguna dirección. 

Por segunda vez, una explosión aventó a Santillana hasta el entrepuente. Cerca de él se desangraba Palacios.

- ¡Murió el teniente Rodríguez, señor! –grita un artillero.



Palacios siguió a Santillana hasta la torre. Registraron cadáveres. Por sus insignias reconocieron los de Aguirre y Rodríguez. Ambos estaban decapitados.

Quedan tres oficiales de guerra ilesos. El teniente 1° Pedro Gárezon es el nuevo comandante del “Huáscar”. Santillana, su segundo. 

- ¡Hay que mover ese timón! ¿Qué pasa con la batería? ¿Por qué no disparan?

Santillana contempló el rostro magullado de su superior

- Gárezon, estás al mando del buque. Los demás han muerto.

Otra vez los sacudían a cañonazos.

- ¿Todos?

- Rodríguez, Ferré, Aguirre, el Almirante. Y el resto en el hospital. Palacios sigue en cubierta. Le deshicieron la mandíbula.

- ¡A la torre! –Garezón escucha el griterío interior de su buque, lamentaciones y órdenes que ya nadie puede cumplir.

Se inundó el pañol de popa, inutilizando las municiones. No hay armas con que seguir peleando. Sólo la máquina se ha salvado de la destrucción. Herrera, ven con nosotros.

Por el entrepuente se refugiaron en la torre a celebrar junta. Ni siquiera saben cuántos han perecido. La capitana del Perú está en sus manos: ninguno de los tres había cumplido treinta años.

- No tenemos cómo continuar el combate –resumió Gárezon. …así que hay dos posibilidades: rendirnos o hundir el buque. Quiero escuchar sus opiniones.

- Yo no me rindo –rabió el alférez.

- Mandémoslo al fondo –dijo Santillana.

- También es mi decisión… ¡Cuidado! –reventó una granada del “Blanco Encalada” contra la torre. Gárezon tosió. Casi los despedazan. Santillana sacó la nariz por una tronera a tomar aire y vio pasar un acorazado a veinticinco metros del monitor. Los tenientes se miraron.

- Hay que apurarse, compañero.

- McMahon es de confianza y Wilkins también –dijo Gárezon. Que ellos mismos abran las válvulas.

- Que se encargue Herrera –dijo Santillana. Yo iré a proa y tú encárgate de popa.

- Está bien.

- ¿Subimos los heridos a cubierta? –se apuró el corazón de Herrera.

- Que los maquinistas calculen cuánto tiempo queda. Hay que asegurar el timón para alejarnos en línea recta. ¿Es posible arreglarlo aunque sea por diez minutos?

- Si nos dejan los chilenos –murmuró Herrera.

- Bien, en marcha.

- Buena suerte –se dieron la diestra.

“Blanco Encalada” y “Cochrane” no han cesado de cañonear al monitor. Ahora llegaban la “Covadonga” y el “Matías Cousiño”. Con la espada en la mano, Palacios comanda a un puñado de heridos aspirantes y marineros que esquivan los tiros chilenos arrimados al castillo. A las diez y treinta y ocho de esa mañana, Santillana volvió a usar una tronera para salir a cubierta. En ese instante, retumbó una granada estallando contra el cabrestante.

- ¡Enrique! –el oficial vio a Palacios derribado por la explosión.

Casi de memoria encontró Wilkins las válvulas en medio del humo que quemaba sus ojos. La chimenea acabó demolida a cañonazos. Pero aún a ciegas, el ingeniero puede manejar la planta propulsora del blindado. ¡Saquen a los heridos de abajo! ¡Fuera todo el mundo! Dio un manotazo a esa máquina que había armado y desarmado muchas veces. Como una marca naval, el nombre de su infortunado arquitecto Cowper Coles acompañará al monitor al fondo del Océano Pacífico. Tropezó con Wilkins. ¿Listo? Sí, en veinte minutos entrará el agua por esos boquetes abiertos por las granadas y el blindado se irá a pique de golpe. ¡Llévense a todos los heridos, el buque se hunde! McMahon tosió. Esperarán un rato antes de parar la máquina y abrir las puertas de la condensadora.

Un cañonazo trajo abajo el pico que enarbolaba la bandera. Santillana recogió el tafetán y lo fondeó con un proyectil de 40. Un rato titubeó la escuadra chilena, suponiendo la rendición del "Huáscar". A medias compuesto el aparejo del timón, el blindado arrancó al Oeste. Como si el espíritu del Almirante inspirara su treta favorita para despegarse del enemigo, el monitor puso después proa al norte. Pero esta vez escapa sin esperanza. Las dos terceras partes de sus oficiales de guerra muertos o heridos. La mitad de sus oficiales de mar, artilleros y marineros fuera de combate, igual que la tercera parte de los grumetes y rifleros de la Columna Constitución y la mitad de los infantes de marina del Batallón Ayacucho. ¡Maldita guerra!

Wilkins y McMahon detuvieron la máquina a las 10 y 55 de la mañana. Forcejearon con las puertas de la condensadora. Cinco minutos y todo habrá terminado. Será mejor que la gente se aleje a nado o aferrada a salvavidas y a trozos de mobiliario o la succión del naufragio arrastrará a todos a la muerte submarina.

Frente a la roca Angamos, las lanchas de asalto del “Cochrane” cortaban el agua rumbo al monitor.

- ¡Guarnición! -se oyó al capitán Arellano.

- No hay balas, señor -contestó un soldado.

Cubierta, ventiladores, sollados, escalas, torre, toldilla: todo está salpicado de sangre, todo apesta a muerte.

- Llegan los chilenos, niño -al mayordomo Félix se le moja la mirada.

En algún lugar cercano a las rompientes de Angamos, aulló un enorme lobo marino. En el silencio que siguió al combate, antes del asalto final y los hurras chilenos que saludaron la aparición de su bandera al tope del “Huáscar”, solo el cirujano Távara prestó atención a ese lamento.


Fuentes:
Throndike, Guillermo – “1879”, p. 375 - 397





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