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El castigo del Almirante


A las cinco de la tarde del 16 de mayo, el zambo Rentería rezongaba por la cubierta del “Huáscar”. Precisamente a él, por el tamaño de sus músculos, apodado “Real Felipe”, al más guapo del puerto, al más temido de todos los playeros de la costa, a Máximo Rentería lo enviaban a trapear el monitor como si no fuera voluntario para reventar chilenos sino sirvientita de balde y estropajo. Aureolado por su invicto prestigio de valiente, desde su llegada a bordo el zambo se había comportado con aires de capitán. Pero conocía el oficio de tripular buques y entre tantos voluntarios que fracasan con elementales maniobras, el Guardián Tiburcio Ríos creyó preferible corregir al gigante antes que despacharlo a tierra. El contramaestre Dueñas aprobó la decisión. Hay que trabajarlo bonito, póngalo a lavar cubierta. El zambo aceptó la orden de mala gana. Servía para pelear, caramba, no para lustrar piezas de bronce y menos aún para jabonar pisos. También el Guardián Noguera observó de reojo las deliberadas torpezas del marinero. Un rato pareció ensuciar más que bruñir el monitor que, dentro de un rato, será inspeccionado por el comandante. Después los oficiales de mar prestaron atención a la falúa que transportaba al señor Grau y a su Estado Mayor. 

Ajeno al movimiento de oficiales por cubierta, Rentería espesó su jaboncillo.

El jefe de la división viajaba taciturno entre su mayor de órdenes, capitán de navío Enrique A. Carreño, y su secretario de estado mayor, el capitán de fragata Melitón Carvajal. Su amigo Elías fue a despedirlo por segunda vez en el muelle de guerra. Si quieres ir a bordo, Carlitos... Pero su compadre tenía apuro por llegar a la penúltima sesión del Congreso Extraordinario. Diputados y senadores habían hecho perder un valioso mes a la república en guerra. Y no se volverán a reunir hasta el próximo 28 de julio. Mientras las tripulaciones y batallones que marchan a defender la patria permanecen impagas y en los buques a su mando no se ha podido distribuir capotes de abrigo, ciertos poderosos de Lima sacan el bulto a impostergables impuestos. Dicen que no hay dinero, que la crisis económica mundial, que el papel moneda no vale nada, que cada quien debe contribuir de acuerdo a sus posibilidades, que no se dude del patriotismo, que mejor se pida prestado en el extranjero. El señor Grau controla su cólera. Su compadre Elías y un puñado de legisladores a quienes explicó el peligro de una rápida derrota, no consiguieron arrancar del Congreso el sacrificio que los marinos esperaban. No duermen los oficiales alistando sus navíos pero las cámaras sesionan menos de una hora y no resuelven nada. Todos los proyectos remitidos por el Ministro de Izcue han sido rechazados. Cuarenta y dos días después de iniciada la guerra, el Tesoro sigue exhausto. Aparte de mil winchesters y seis mil rifles para los desarmados bolivianos, armamento que pronto deben transportar a Arica, nada ha llegado del extranjero para fortalecer al ejército y escuadra del Perú. ¡Crisis, recesión, fuga de capitales en oro y plata, baja de precios de productos nacionales en el mercado mundial! El señor Grau bufa, mientras su pulgar y su índice derechos frotan la solapa de su levita naval, parco gesto con que desfoga su enorme desacuerdo interior. Malhumorados pensamientos lo acompañan cuando subió a la cubierta del monitor.

Sin mirar, el zambo Rentería eligió ese momento para inundar cubierta con un baldazo de espeso jaboncillo.

Aquella marea blancuzca corrió sobre las tablas hasta salpicar los botines y el pantalón del señor Grau. Doscientos tripulantes contuvieron la respiración.

- ¡Marinero! –tronó el comandante.

“Real Felipe” miró a desgano al jefe a cuyas insignias ni siquiera prestó atención. Desde la enormidad de su musculatura, de hombre a hombre, el zambo despreció al señor Grau. 

- ¡Chis! –dijo cachaciento. Con la imprudencia de quien nunca ha intentado romper toda una baraja inglesa con las manos, “Real Felipe” se encogió de hombros y le dio la espalda.

- Te fregaste, zambo –casi dijo el contramaestre Dueñas.

Crisis azucarera, malogrados estopines de fricción, quintuplicada sexta petición de frazadas, pronto pagarán marzo en mayo, a la guerra, a la guerra, a castigar a los chilenos, proyectiles Palliser...

¡So bribón! El capitán de navío Miguel Grau Seminario, que en treinta y cuatro años en el mar jamás ha perdido el control de sus actos, sólo puede elegir dos decisiones: ordenar que amarren a este marinero al trinquete y le apliquen veinte azotes, o castigarlo personalmente. 

¡So pedazo de patán! -Rentería no llegó lejos. La diestra que lo engarfió pesadamente no era común. Supo que se le había posado encima una fuerza superior a cuanto ha conocido. Aún quiso zafarse.

El sargento Hurtado, del batallón “Ayacucho” levantó el rifle.

Tiburcio Ríos empuñó una pica. 

El comandante Otoya contuvo a la tripulación de una mirada. 

El señor Grau lo hizo girar en redondo. Su otra mano empuñó la cotona y a pulso, solo de izquierda, izó al zambo hasta que sus piernas colgaron buscando piso como un ahorcado.

“Real Felipe” descubrió mucho más que un par de ojos a un palmo de distancia. Vio la muerte, si es necesaria. Vio descargas de cañón, hachas de abordaje, pestes y hambruna: esto era el hombre al que Grau enfrentaba y el hombre asustó por primera vez a Rentería.

El teniente 2° de los Heros dio un paso y se contuvo. 

En el honrado quehacer de la guerra, Dios. En los derrotados ojos que piden tregua, Dios. En el rostro de colores absorbidos por la furia, Dios. Creyó que el comandante iba a golpear ferozmente al gigantón.

Rentería pensó haber estado suspendido muchos días en cubierta por aquel puño de piedra. El comandante lo sostuvo unos segundos. Directo a los ojos, averigua que el marinero se ha rendido. Sin decir palabra, el señor Grau lo depositó sobre el piso.

- ¡Contramaestre!

- ¡Señor!

- Laven la cubierta

- Sí, señor.

- Caballeros –Grau respiraba profundamente. Miró a su Estado Mayor como si nada hubiera sucedido- Tenemos mucho que hacer.

- Perdón, mi comandante

- Diga usted, Dueñas.

- …creo que el marinero se merece unos azotes, señor.

- No hay necesidad –cortó la voz de Grau. Ya lo he castigado.




Fuentes:
Throndike, Guillermo – “1879”, p. 126 – 129.

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